No fue un encuentro. Fueron miles de encuentros.
Sucedió ayer. No puedo escribir una crónica del encuentro. Solo puedo escribir la mía. Que es una entre las doscientas cincuenta que dicen que éramos.
Mi crónica empieza alrededor de la una del mediodía cuando llegué al lugar. Entré al Hotel y estaba a punto de acercarme a recepción para preguntar dónde era, pero no fue necesario. El bullicio me fue guiando. En la puerta, una mujer que yo no conocía me dio un sticker para que ponga mi nombre y me lo pegue en la ropa. Entré, perdida. Vamos a ver, había más o menos cuarenta mesas redondas alrededor de las cuales estaban más o menos sentadas ocho mujeres en completo desorden. Había también, como yo, montones de mujeres caminando perdidas o encontradas entre las mesas. Había mujeres abrazándose mucho. Casi todas con el sticker pegado porque habían pasado cuarenta años. Redondeando.
Había también alguien con un micrófono y desde el pequeño escenario decía algo así como chicas, vayan sentándose que empieza el almuerzo. Yo, perdida como estaba, llena de bultos, cartera, tapado, paraguas, bolsita con libros, divisé una cara conocida. Me acerqué. Y a partir de ese momento, no paré. Como si todo hubiera estado a oscuras y de pronto alguien enciende una luz. Las vi a todas. Una por una. Las que se me acercaban y me abrazaban, sin siquiera mirar mi papelito pegado en la solapa. Las que yo me quedaba mirando porque una sonrisa me traía otro rostro más joven, de allá lejos.
Como había que buscar un lugar, encontré uno en mi camino de abrazos. Pude dejar mis bártulos en la silla y descansar unos minutos, en una mesa donde estaba comiendo el hijo de una de las compañeras. Me trajeron un plato de comida. Él me dijo que me recordaba. Tenía pocos años, ponele siete, cuando venía de visita con su abuela a ver a su mamá que estaba conmigo en el Pabellón. Al rato, vinieron a presentarle a otro de los chicos de ese entonces. Los dos de casi cincuenta años ¿Se reconocieron? No lo sé ¿Qué miraban los niños cuando venían a ver a sus madres presas? No lo sé. No lo sé.
Sigo deambulando por las mesas, busco. Busco ojos. Y encuentro, claro. Cada uno un abrazo. Mientras tanto desde el escenario anuncian cosas. Piden silencio pero nadie escucha. Pero pasan cosas. Habrá quien lo cuente mejor que yo. Yo estaba tan distraída con los abrazos. Diamante. Santiago del Estero. Alguna cordobesa. Confundo nombres. Miro stickers pegados en los pechos de las chicas. Y luego abrazo. A veces, es al revés. Abrazo y después miro, o pregunto ¿quién sos? En algún momento, para mí el mejor momento, una de las chicas agarra guitarra y empieza a cantar. Su voz, la vuelve joven, a todas nos vuelve jóvenes. Me doy cuenta que la música fue más importante que otras identificaciones políticas. Al menos para mí. Pero bueno, al fin y al cabo, esta es mi crónica. Y habrá muchas otras.
Me voy cuando me doy cuenta que ya no puedo hablar. Igual ya falta poco para que termine el encuentro, son las seis y media de la tarde. En la puerta, me sigo encontrando con chicas.
Llego a casa. Tengo muchas historias guardadas que me contaron. Tengo también números de teléfono guardados. Tengo un teléfono que anoté y no se de quien es. No recuerdo. Bueno, da igual. La llamo y veo quien contesta del otro lado. Tengo. Tengo alegría. Mucha. Hinchada de amor y gloria. Así he vuelto a casa hoy. Y te juro que no exagero.
Patricia Borenstein
Septiembre 2020
Todo fue debatido como en los viejos tiempos, cada detalle fue puesto a la discusión del colectivo, la hora, el lugar, la comida, y por supuesto el encuentro ¿Iríamos a abrazarnos al Obelisco como alguna vez soñamos hace cuarenta años atrás?
Fue una ardua discusión. Sí, no, ¿cómo, porqué, es necesario, es peligroso? Todas las preguntas posibles y sus respectivas respuestas aparecieron en el Nosotras, el wasap en esos tiempos estaba al rojo vivo…pero la decisión final estuvo en manos de la querida naturaleza. Ese glorioso día 15 de junio de 2019 cayeron sapos del cielo, de manera que cada quien llegó como pudo al hotel Buen y el abrazo al Obelisco quedó en el recuerdo.
El día previo nos reunimos todas en el depto. de Silvita Asaro con anexo depto. Cristina Rebello todo en el mismo piso, solo pequeño palier de separación y así logramos el ensayo general antes de nuestra presentación, entre risas, anécdotas y ruedas de vino.
A la mañana llovía a cantaros, salieron Pluta y Silvi en un taxi y las seguimos en otro, Panci Carlota, Panter y yo.
Apenas lo tomamos se da una charla con el taxista sobre el tiempo y seguidamente el tipo me mira. Yo iba en el asiento del acompañante con un piloto, mochila, una bolsa y el bombo de la Pluta…habían dicho: –¡No se olviden el bombo de la Pluta!
–¿Son de un grupo folclórico?
Lo miro, giro y la veo a la Panci, con mirada cómplice y con la carcajada a punto de brotar.
–No, somos una banda de rock, Viuda y novias de Pappo. Y ella, es la viuda de Pappo, digo señalando a la Panci.
El tipo muestra curiosidad, extrañeza y quizás lo transportamos a algún lejano recuerdo de recital. Voltea la cabeza para mirarla, quería saber cuál de esas mujeres era la viuda.
Enseguida le aclaro que es la viuda, pero clandestina, y que no cobró nada, no le dejo herencia.
Todas asintiendo y agregando algún detalle a la historia, aguantando las carcajadas hasta que nos bajamos. La fiesta había empezado.
La risa fue una de nuestras armas más poderosas de resistencia y por suerte no lo habíamos olvidado. Atravesamos la puerta del Bauen, felices, riendo y con el bombo ¡Nos esperaban ahora miles de abrazos!
Liliana Arrastia
Rosario, Santa Fe
Transcurrían los primeros días de mayo del año 2019 y mamá me contó sobre un Encuentro que se estaba organizando entre ex presas políticas en el Hotel Bauen de la ciudad de Buenos Aires para el 15 de junio. ¡Saber de tal movida fue motivo de mucha felicidad y expectativa! Cientos de mujeres coraje organizándose con alegría, como siempre lo hicieron. Me preguntó si ayudaría con la realización de un Flyer para difundir el Encuentro y así me puso en contacto con Leti -una de las compañeras y organizadoras- con la cual fui intercambiando ideas; Leti me dijo: “que quede Nosotras presas políticas”. Ese fue un primer granito de arena y ya era maravilloso. Luego, un día mamá me dice: “en el grupo de whatsapp de Nosotras somos casi 100”, y en menos de una semana: “ahora somos 200”. La irradiación de emociones era contagiosa.
Y llegó el día. Ya el poner un pie en la entrada del Bauen -manejado colectivamente por medio de una cooperativa de trabajo- marcó un antes y un después, sabiendo que íbamos a ser testigxs de algo único. Pero ¿cómo íbamos a estar preparadxs para lo que venía? Cuando te inundan las emociones, ya es el corazón pleno el que te va guiando y une se deja llevar. Ese remolino maravilloso eran Ellas siendo un todo.
Llegamos para acompañar a las madres en ese encuentro, y sin querer nos fuimos encontrando en la emoción de sabernos como parte de un linaje de memorias, dolores y alegrías. “¿Vos sos hija de quién?” “¿Tu mamá es esa que está bailando en aquella ronda?” “¿Dónde militaba?” Sentimos que todas ellas podrían ser nuestras madres. Que había trescientas iguales a las nuestras. Entonces dimensionamos, por primera vez, que ellas nunca fueron solas, que fueron y son Ellas colectivo, un Nosotras, y que la historia de cada una está hecha de todas las demás. La resistencia fue conjunta, defendieron la alegría y la dignidad como trinchera, no cedieron ni un solo paso. Fueron solidaridad y comunidad. Y eso es un tesoro invaluable y de las cosas más valiosas que aprenderemos en la vida: a tejer nuestro andar con lxs demás, la vida está siempre con lxs demás. Trescientas ex presas. Trescientas tías de una familia dispersa que se formó sobre la historia de la dignidad. Aunque la mayoría no nos conocíamos, no sentíamos que fuese encuentro, sino fue un reencuentro, un volver a juntarnos transitando la sensación de la complicidad.
El Bauen fue el caos y la gloria. La imagen de un paraíso que era fundacional y previo a nuestra llegada, al salón y a la vida misma. Apenas entrar fue llorar de alegría y asombro, atravesando las miles de voces, gritos y llamadas que florecían y se cruzaban como guirnaldas descontroladas. En ese momento, creí comprender a mi vieja de manera visceral, si tal cosa es posible. La felicidad que desprendían todas, su fuerza de vida arrasadora, podría destruir cualquier muralla. Si existe la comunidad en la tierra, allí se la podía palpar.
Todos los fueguitos nos íbamos juntando en un sólo espíritu.
Me senté en la mesa de mamá con las demás compañeras. No podía dejar de observarlas. Me encantó verlas como hormiguitas antes de la lluvia, caminando rápido de aquí para allá, sacándose fotos cual colegialas. Algunas se miraban y se decían “te veo cara conocida, y yo a vos, ¿dónde estabas? ¡sos la fulana!” y ahí nomás se abrazaban, gritaban a otra compañera “mirá a quien encontré, mirá quién está acá”. En algunas brotaban lágrimas, en otras carcajadas y abrazos. Luego comencé a recorrer el lugar, las fotos de la pared me impactaron mucho, eran de las compañeras que habían fallecido durante esos años, ya en libertad.
En el escenario, con los gritos de fondo, recitaron, cantaron y actuaron para celebrar la vida. Me conmovió el alma una canción que había hecho una madre desde la espera y encierro, para su hijo Emilio. Me vi espejada y las lágrimas que derramé esa noche fueron sanadoras. En esas palabras sentí una caricia de mi propia madre, extendiéndose sobre esa infancia prohibida de sus abrazos. Ahí comprendí por qué muchas veces me sentí perro de la lluvia.
Vimos en cada una de esas mujeres una generación empoderada de luchadoras con desparramo de alegría que no dejaba de sorprendernos. Esas ideas que mis viejos llevaron siempre como bandera, esforzarse, seguir adelante, no olvidar, no odiar, perdonar, ver el lado positivo de las cosas, aparecían frente a mí multiplicadas por trescientas tías, y eso fue muy fuerte. Todo lo que la dictadura nos arrebató no pudo borrar ese momento. La alegría que teníamos de encontrarnos juntas, cientos de mariposas bailando Zorba El Griego, fundidas en una misma sintonía.
Nosotres, hijes, fuimos a acompañar, a inmortalizar con nuestros diversos dispositivos tecnológicos lo que en ese encuentro tan apasionado se fue dando, a ayudar con lo que fuera necesario, y a conocernos entre nosotres, a reencontrarnos. Pero no podíamos evitar la congoja. Todas Ellas padecieron tanta persecución, sufrimiento, tanta injusticia, y aún así eran una gran manada de mujeres que con sus sonrisas, su alegría, sus lágrimas, se abrazaban las unas a las otras. Y eso fue un privilegio. Como también lo fue el compartir relatos, experiencias con les Hijes en el transcurso de la jornada tan movilizadora, y también al día siguiente. Si bien nací en Democracia, resultaba imposible no escuchar atentamente acerca de las vivencias de quienes nacieron en la cárcel en el tiempo de la dictadura o quienes tuvieron que ser despojades de su madre o su padre -o ambos dos-. Y así tantísimo más.
Y si bien la fiesta era de ellas, ¿cómo no sentirnos nuestra propia fiesta? Así nos fuimos juntando de a poco en grupitos, los hijos y las hijas de ellas. También descubrimos la necesidad de contar nuestras historias, de escuchar lo que significó y significa, tener la mirada de la infancia sobre la experiencia de la cárcel política. Nos fuimos conociendo, federalizamos las historias que, al igual que los orígenes maternos, se extendían por todo el territorio y a veces pasaban por el exilio. Se fueron armando las rondas para compartir nuestros fuegos: “yo tenía un año cuando mi madre cayó presa en Mendoza”, “yo nací en Devoto y luego estuve unos años con mis abuelos”, “yo nací en la democracia, luego de que mi vieja armara otra familia en el sur”, “yo acabo de ser papá y mi hija se llama Libertad”, “mi vieja murió hace unos años, el encuentro, a pesar que me dolió muchísimo su ausencia, me hizo encontrarla a través de sus compañeras” Se había prendido la chispa de las cercanías. Y el encuentro de las tías, como las bautizamos, fue la proa de nuestro propio barco.
Subibaja de emociones, fuimos armando un territorio que también ha sido sanador. En menos de una semana ya éramos cien en el grupo de whatsapp, “estoy sumando a mi hermana que no pudo ir al Bauen”, “les presento a mi primo que es hijo de tal compañera”, “hay gente acá que viva en Suecia?”. La pantalla dio espacio para más historias y preguntas. “Se acuerdan de las requisas cuando íbamos a hacer las visitas a Devoto?” “Yo recuerdo el olor de los locutorios” “y el café con leche que servían en el bar de enfrente” ”mi abuela ponía un pañuelito arriba del caño para no sentir así ese olor oxidado de aliento” “nosotras veníamos con mi abuela desde Corrientes”. Algunos recordaron tomar la comunión en la capilla de la cárcel, excusa para, bajo el manto clerical, tener un real encuentro, poder abrazarse y besarse, lo que no podíamos en los “locutorios” y de paso también, que las tías que no tenían visitas vieran a alguien de afuera.
La pulsión del cariño nos llevó a hacer varias encuentros presenciales. Entre mates, facturas, asados, empanadas y vinos, nos seguimos conociendo y reconociendo; fuimos sabiendo de nuestros dolores y alegrías, de las huellas de esa etapa de la vida, de algunxs hermanxs que están menos enteros o más marcados, y todxs volcando de un modo u otro en nuestras vidas actuales esa historia de vida y valores.
En la primera juntada después del Bauen, era mirarse y reconocerse en la cara de otros, extraños e íntimos a la vez. No podíamos dejar de hablar, pasó todo un día y la comida seguía intacta arriba de la mesa. Cada persona que llegaba a la ronda era oída con avidez, mientras desgranaba su historia única que resonaba en nuestros corazones y una sensación inédita de un mundo común que estalla en sus matices. Fuimos con delicadeza y cuidado, recorriendo cada mirada. Porque sentimos necesario gestar un espacio donde poder escucharnos y encontrarnos no sólo físicamente, sino también en lo simbólico; en la forma que hicimos/hacemos ritual aquello que mantenemos como recuerdos. Fue sentarnos en círculo a ubicar los relatos personales que nos habían llevado allí, a la reunión de “les hijes de ellas”. Poner en tiempo y espacio tanta información sobre aquellos lugares clandestinos/no clandestinos que nos constituyeron abrupta y tempranamente. Al encuentro en casa de Vicky lo ubico como el momento fundante en que comenzamos a reconstruir, nombrar y caracterizar de manera colectiva aquello que nos determinó afectiva, social y políticamente: “nuestras infancias atravesadas por situaciones de encierro”. El denominador común que reunía el ritual íntimo de cada une de nosotres. Una reunión iniciática para continuar por los laberintos de la historia, nuestra historia.
Ya un poco más lejos de nuestras madres, igual fueron el tema de conversación predilecto. Ellas, omnipresentes, tan amadas como fruto de nuestras cargadas, circulaban anécdotas y chistes tragicómicos de hijos e hijas de estas madres bien singulares. Compartimos la hermandad y la camaradería, algunes nos conocíamos entre nosotres y nos rencontramos después de mucho tiempo. Y fue hermoso, tomamos muchas fotos en cada encuentro. Compartimos las anécdotas que nos habían contado nuestras madres sobre los años de la cárcel, de cómo hicieron sidra para navidad, cómo separaban la grasa de la carne para las tortas fritas, cómo hacían para combatir el aislamiento, hasta cómo se organizaban en su economato. Luego algunes compartieron fotos del bautismo en Devoto, otres hermanes trajeron al encuentro o mostraron por el grupo de whatsapp, dibujos, pinturas, morrales, tapices y canciones. La mayoría tenemos pocas fotos las cuales atesoramos y cuidamos como oro. El humor negro nos arrastró como un agua liberadora. Buceamos por la intensidad de la memoria y del reencuentro inesperado entre hermanas y hermanos desconocidos. Sin duda, el Bauen de Ellas motivó la escritura de un nuevo capítulo de nuestra identidad. En esos días, Valentina Llorens liberó su película para ese grupo selecto posbauen. Algunes llegamos a la proyección, en ese fin de semana del reencuentro de la segunda generación porque esa historia magistralmente contada en La Casa de Argüello, era un poquito nuestra también. Íntima y universal.
No armamos una organización política, -aunque cada vez que nos vemos hablamos de política, y como pasa en las familias, las opiniones diferentes no nublan el cariño-, construimos un grupo que no tiene garantías más que la certeza de sabernos portadorxs de muchas memorias que juntas, suenan mejor, más profundas, más colectivas y hasta con cierta cuota de humor también.
Lo que sí tenemos claro es que aquella experiencia militante, censurada, torturada y encerrada desde donde nuestras madres/abuelas/tías, reformularon las estrategias para no sucumbir a horror, fue el amor. Ese horizonte super poblado de acciones, canciones, juegos, objetos, olores, sabores que “ellas” construyeron para parirnos, arroparnos, abrazarnos y reencontrarnos, es la salida de los laberintos. Es colectiva. Es política. ¡Mantenemos la ganas de ampliar esta ronda y lograr en algún momento un gran encuentro de todes!
Cuando nos propusieron participar en este libro, surgió la pregunta ¿cómo fue reencontrarnos con nuestras madres cuando salieron en libertad?. Así, una compañera recordó: “El día que mi madre salió en libertad yo ya había cumplido siete años. Mi abuela paterna le dio plata para que se tomara un avión y aterrizara en Neuquén –nosotros vivimos en Río Negro, en Roca, a una hora más o menos– así que fuimos en Chevrolet al aeropuerto a buscarla, con mis abuelos y mis tíos. Había mucha expectativa y mucha alegría. Había sido un momento esperado y había estado a punto de llegar este día desde hacía años, siempre estaba la expectativa y el brindis en cada Navidad. Todos estábamos felices en el aeropuerto y en el viaje de vuelta. Cuando finalmente llegamos a la casa donde yo vivía con mis abuelos, antes de cruzar la puerta, me senté en el escaloncito de la entrada y me puse a llorar acongojada, con la cara entre las rodillas. Mami se sentó al lado mío y me abrazó con ese olor y ese tono de voz que me resultaban tan ajenos. Me preguntó qué me pasaba y le conté que yo la quería más a la Nona que a ella. Me dijo entonces que no importaba. Pero sí importó, ese día y muchos días, en mi garganta. Con mi vieja nos hicimos madrehija de grandes, muchos años después, a pesar de los mostros.”
También sobre lo que implicaban las visitas, otra hija aportaba su memoria “les que no éramos de Capital viajábamos largas distancias. Los viajes se organizaban en grupo de familiares, aprovechaban a llevar ropa, algo de guita, mercadería. Todo iría a parar al economato. Para les niñes era la aventura de viajar juntes, como si fuéramos de vacaciones. Después venían las colas para ingresar a Devoto, el bar de la esquina donde te calentaban el agua del mate y te alquilaban la ropa para ingresar; polleras y camisas –imaginen los colores–. El patio era un momento raro, podíamos vernos de verdad, no a través de un vidrio como en los locutorios, estabas con tu madre, había sol; pero alrededor todo era gris y con muros infinitos”.
Otra compañera aportó su historia: “Sabía que mi madre saldría de la cárcel de Devoto. No iba a pisar la calle en libertad y la llevarían directo al exilio. Me esperaría en Buenos Aires para viajar a Francia conmigo. Francia y mi madre eran un misterio absoluto. No sabía una palabra del idioma y a los seis años, ella era una perfecta desconocida para mí. El futuro me resultaba un agujero negro. Me despedí de mi breve vida en Bahía Blanca y me llevaron al Aeropuerto de Ezeiza. Entonces, la vi, encerrada detrás de un vidrio. Parecía una gacela enjaulada. Se aferraba a un bolso enorme de jean que me pareció muy hermoso e inesperado en el contexto. Solamente se sonrió cuando vio que me acercaba de la mano de mi querido Tío Beto. Hizo un esfuerzo por reponerse y largó el bolso. El tío la abrazó. Entonces, la que se aferró a ella fui yo. Me cuentan que no la solté durante meses”.
Otro hijo, recordando las visitas a Devoto para ver a su madre, escribió: “Tenés seis años en 1976 y descubrís que el metal es duro, que nada de madera hay en las cárceles y que el vidrio es hipócrita. Hipócrita no sabés qué significa, pero en ese momento lo sentís por primera vez por culpa de un vidrio. Una cosa de por allá abajo que desde las tripas tira esos músculos tan raros de tu rostro, que tan raro se pone y encima ella por fin está ahí, por fin. Visible pero intacta, intocable, impalpable como el azúcar. La podés ver pero no tocar, la podés escuchar pero entre su mano y la tuya hay un frío invisible. Eso sí, a falta de tacto se te potencian otros sentidos sobre su voz, su timbre, sus tonos. Palabras y silencios te llegan desde el fondo del caño perforado y cada sonido da en la tecla y la música más hermosa se hace allá por las tripas otra vez, recomponiendo. Su mirada con la tuya es un solo canal que a pura franqueza revela intacta la entereza de tu mamá única y tuya, palpable y viva al fondo de sus ojos húmedos de ternura. Ojos que escarban en los tuyos para encontrarse descubiertos, sin velos, “in fraganti”, descubiertos en ese instante en el que comprueban al unísono que todo está en su lugar, a pesar de lo duro, la falta de tacto y la hipocresía. Ahora tenés casi cincuenta y descubrís que ellas son el fuego, que en lo colectivo está la fuerza, que ellas son manada, y nosotros hermanada, forjados en el mismo crisol, a pura resistencia, compromiso, y pensar en el otre, en esa patria grande y añorada, buscada y siempre latente, como sus ideales incarcelables, abarrotados de libertad.”
Otra hija reflexionaba, “si pienso en la principal herencia que recibí de Devoto, creo que es el valor de la libertad, que mi madre –y creo que todas–, ejerce con tanta conciencia, coherencia y placer. Libertad de elegir cada día en qué poner la energía, el tiempo y el amor, decidir con quiénes construir nuevas realidades, libertad para actuar en colectivos, en movimientos, libertad para optar cuándo “jugarse”, y así nunca más estar presa de las decisiones ajenas, de los planes del enemigo, de las corporaciones, de nadie. Gracias a todas por la herencia valiente, del camino más difícil –el largo, diría Caperucita– que es el único que nos lleva a vivir con dignidad.”
“En abril del 81 –nos contataba una compañera– yo tenía once años cuando escuché decir en casa “¡Mañana sale en libertad!, ¡salió publicado en el diario!”. ¡Mamá, mi mamá! Esa persona que no abrazaba desde hacía casi seis años, que solo conocía por cartas. Se me estrujó el corazón, sentimientos encontrados: alegría, bronca, dolor. La vi llegar en un taxi. Esperé. La abracé, la sentí, la miré. Tan menudita y valiente, tan sobreviviente. Y comenzamos el camino, nosotres”. El hermanito que también esperaba a su madre, nos compartíó su recuerdo “la única imagen que guardaba de mi madre a los siete años, era la de esa mujer que tiempo atrás había conocido detrás de un vidrio en la cárcel de Devoto, y con quien había conversado por medio de un parlante. Cuando aquel día de abril de 1981 el taxi se detuvo frente a casa, mi madre bajó con un bolso hecho de remiendos zurcidos en donde traía su ropa. Estuvimos largo tiempo en casa entre abrazos, llantos y emociones. Luego salimos todos a caminar un poco por el barrio, otra vez la vida había empezado”.
Finalmente, una hija que no pudo estar en el Encuentro, nos decía, “mi mamá falleció el 16 de abril de 2014 y antes de eso pudo despedirse de sus compañeras, las presas políticas de Santa Fe, que estuvieron acompañándola en todo momento. Sé que las ex presas de Devoto se reunieron en 2019 en Buenos Aires en el Hotel Bauen, mi madre no pudo estar presente físicamente pero está presente en cada una de ellas”.
“El devenir de la Devoto en la infancia fue aprender de pequeñes a simular sentimientos, pero sin perder la magia. Tener un solo apellido -el materno- hasta renovar el documento de los ocho años. Conocer de requisas y censuras antes de aprender a escribir. Tener juguetes únicos, hechos de restos de ropa reciclada y bordados con hilos de sábanas. Cartas de tu madre hablándote como si tuvieras más años de los que la vida te puso. Ellas fueron y siguen siendo nuestras madres luchadoras. Dieron todo de sí y les tocó vivir algo que no se le desea a nadie. Y es orgullo y valoración cómo a pesar de todo las ganas de vivir y seguir para adelante no se desmoronaron. La hermandad y la risa nunca se rindieron.¡ Gracias...totales!”