Me llamó un día una compañera y me contó la idea, con sus frases incompletas, llenas de todo lo necesario. Puedo ver sus gestos por su voz, sus ojitos en los silencios, sus pasitos andando mientras habla. Su cariño. Su sencillez.
Luego, una charla telefónica, larga, iluminada por su entusiasmo y el aplomo inherente de otra cumpa. Llena de andamiajes que explican, fundamentan, pero siempre habilitándolo todo.
Ya no podía evadirme. Soy, quiero ser parte de esta oportunidad, de renacer, una vez más, saliendo del fondo de las derrotas, tantas veces como se quiere, y tantas veces como las que llegue una mano, una voz, una caricia compañera. Aquí estoy, tratando de llenar de vuelta sus llamados.
Bueno. Aquí estoy, frente a un teclado. Duro y anacrónico. Inconmovible. Vacío y estúpido. Muerto.
Porque antes, siempre, yo escribía como una pulsión desenfrenada. Como la pérdida en una cañería con alta presión. Expulsaba con fuerza, fluía en chorro y borbotón. A pasión, a llanto, a ceguera de ira, rezumando el ardor de la esquirla en el hueso y luego, de a poco, enhebrando palabras, como cuentas perdidas, el corazón retomaba su monotonía.
Por ese allá, siempre, como hilera, en hiladas, en palabrada crecía la pared. Como un tejido de piel nueva agarrado entre la gasa y el barro y la sangre. Atadura que me vendó los brazos, y los pechos, y la vagina y los pies y manos, tantos siglos.
Ahora me pedís, me piden, que diga, compañeras, y solo se me aprieta la boca y no llega a mis dedos el caudal que se agolpa en la garganta y empaña los lentes.