Andes, Pampa y Patagonia

Bailar, bailar y bailar

Vilma Emilia Rupolo

Mendoza, Argentina

Bailar, bailar, bailar. Danzar, militar y estar enamorada. Creer en la posibilidad de un mundo mejor, hermosas épocas de la “bailarina del PRT” (Partido Revolucionario de los Trabajadores).

Estaba embarazada y mi maestra, la directora del ballet, me dijo: “A los 15 días de tener el bebé comenzamos a ensayar Giselle”. El 28 de mayo de 1976 nació Marianito. El 1o de junio allanaron mi casa y me llevaron al centro clandestino de detención que funcionaba detrás del Hospital Militar de Mendoza.  Allí ya estaban las compañeras… en el torbellino de la incertidumbre les dejaba mi bebé cuando me llevaban a la tortura. Desde ese momento fuimos una familia.

La solidaridad continuó con las compañeras en Devoto. Pero al principio, luego del traslado en el Hércules, viví momentos de tremendo dolor pues no sabía a quién habían entregado mi bebé ni cómo estaba. Fueron los peores veinte días de mi vida hasta que llegó la carta de mis padres contándome que le habían entregado el nene a ellos y que estaba muy bien.

A partir de ese momento bailé, bailé y bailé y me prometí bailar siempre que me lo pidieran y ofrecer mi danza hasta en los peores momentos. En junio de 2019, el día que nos encontramos todas las ex presas de Devoto, en un emotivo abrazo Elena Chena me recordó que le ofrecí mi danza en la cárcel para mitigar el dolor del anuncio de la muerte de su compañero.

Con Lizzie Longobardo creamos una coreografía, un dúo que ensayábamos clandestinamente en los baños del primer piso del edificio de Celulares. Ella bailaba danza moderna, yo todavía muy clásica. Fue hermoso fusionar nuestras danzas. Por primera vez descubrí un nuevo lenguaje artístico que marcó mi futuro cuando salí en libertad. Elegimos la Elegía de Miguel Hernández: “Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada…”. El estreno, luego de dos meses de trabajo, con canto en vivo, fue un suceso. El vestuario era una falda hecha con una sábana teñida con remolacha y la malla negra fue cosida gracias a la donación de todas las bombachas negras de las compañeras. El maquillaje de los ojos: el hollín de los calentadores.

Cuando nos enteramos de mi próxima salida en libertad, en el recreo, en uno de los pabellones, armamos un anfiteatro con las cuchetas y bailé. Bailé una hora seguida los temas que cantaban las amigas/compañeras. Estaba empapada de tanto danzar y para terminar las compañeras me sorprendieron con un arreglo coral y cantaron el último tema que bailé en Devoto: Para la Libertad.

Cuando salí todavía estábamos en dictadura, no podía reingresar al Ballet de la Universidad -ni siquiera entrar al edificio- y nadie me daba trabajo. Solo lo hizo Isolde Klietman que, además de darme trabajo en su academia, me abrió las puertas a la danza contemporánea y al expresionismo alemán, antecesor de la danza-teatro, que había traído desde Viena. Ella y su marido vinieron a la Argentina como perseguidos políticos, huyendo del nazismo.

Casi al final de la dictadura asistí a un curso de verano de dos meses en el Teatro Colón. Apenas llegué a Buenos Aires pedí una audiencia como integrante del Ballet de la Universidad Nacional de Cuyo (UNCUYO) con el ministro de Cultura -que era un militar. Pasó un mes y en la entrevista, después de la presentación con un cafecito, le dije: “Yo no soy del Ballet, era del Ballet y por todas las atrocidades que ustedes cometieron perdí tres años de mi vida y no me reintegran mi cargo”. Muy sorprendido me dijo que él no podía garantizar nada. Me levanté y le dije: “Queda en su conciencia”. 

Por otra parte, los decanos de la Facultad de Artes, que iban cambiando seguido, me contestaban: “La apreciamos mucho pero no puedo pedir el cargo”. Hasta que asumió el músico Guillermo Scarabino, que me dijo: “Tengo un sobrino desaparecido en Santa Fe, le voy a pedir el cargo“. Y así fue que volví a bailar, bailar, bailar. Después de veinte años dirigí ese Ballet durante varios años. Pero la danza clásica ya no era el lenguaje que me representaba. Todo comenzó con Lizzie, en Devoto. 

Quiero contarles como comencé a hacer la obra que definió mi vida artística.

Recién llegaba a Mendoza desde Devoto y la mamá de Virginia Suárez, mi compañera de militancia desaparecida, vino a visitarme. Después de conversar un rato me preguntó si sabía dónde estaba su hija, si había escuchado algo de ella. Le contesté que no había escuchado nada. Vino muchas veces, me traía masitas caseras y siempre la misma pregunta. “Pero ¿alguna compañera no te comentó nada, que la haya visto en algún lugar?”, insistía. Me invadía una inmensa tristeza pero no había respuesta posible, era una “desparecida”. Por este dolor y el amor a mi compañera Vivi y a su Madre Aidée decidí crear una obra de danza, un trío al que llamamos Madres en honor a las Madres de Plaza de Mayo.  El trabajo previo fue muy intenso. La estructuración de la idea generadora, a partir del dolor de una madre que pierde a su hija, la elección de la música, ¿cómo el cuerpo puede contar esto?, tuvo un tiempo de investigación y elaboración. Lo que aprendí de Isolde me ayudó a definir el lenguaje de esta obra de danza contemporánea, cercana a la danza-teatro y relacionada con el expresionismo alemán. Y también con aquella obra que creamos en los baños de Devoto.

Comenzamos los ensayos en el patio de mi casa, con dos excelentes bailarinas y amigas: Viviana Fernández y Mariela Jereb. En la penumbra del escenario las tres bailarinas deambulamos con tules negros que nos cubren de la cabeza a los pies. Somos la  búsqueda, la incertidumbre, hasta que logramos encontrarnos. Contracciones, movimientos circulares con las grandes faldas negras acampanadas, pechos, vientres, manos, puños, buscamos juntas, luchamos juntas. Y encontramos juntas el símbolo que nos identifica, que surge de nuestro cuerpo, vuela y sube… el pañuelo. 

Estrenamos la obra en Mendoza y nuestras invitadas de honor fueron las Madres de Mendoza, desde ese día todos los jueves las acompaño en la ronda de la plaza San Martín.

Luego viajamos a Buenos Aires donde recibimos nuestro primer premio. Esta pequeña obra creada desde la emoción y las vivencias llegaba al corazón de los espectadores. 

Nunca olvidaré la función en el teatro Independencia, con el Ballet de la Universidad y la Orquesta Sinfónica que interpretaba nuestra música, la Bachiana Número 5 del brasilero Heitor Villalobos. Siempre habíamos bailado la versión grabada por Joan Báez, que preferí a la de las cantantes líricas. Esa noche ocho violonchelos en vivo, la voz de Pepa Cangemi, el director de la orquesta y nosotras bailando, bailando, bailando nuestra entrañable pérdida…

Con el tiempo me convertí en pionera, “mujer de fuego”. Me dediqué a la militancia en los organismos de Derechos Humanos (DDHH), a avanzar en múltiples tareas antiguamente destinadas a los varones: como armar festivales, conducir carreras de arte y, desde 2001, dirigir acá en Mendoza mis queridas fiestas departamentales y Nacional de la Vendimia.

No nos mataron… estamos vivas, bailamos y somos el fuego ¡Salud!

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