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Nelfa Rufina Suárez

Quilmes, Buenos Aires, Argentina

Después de nueve años de cautiverio, por fin se concretó mi libertad. “Libertad vigilada”, que significaba seguir estando presa pero en casa. Una mezcla de muchas emociones me invadían: alegría, miedos y tristezas, porque un montón de compañeros seguirían allí por vaya uno a saber cuánto tiempo más. 

Las largas charlas mantenidas entre todas, pensando en el afuera, fue también parte de nuestra resistencia. Más aún cuando hablar de “inclusión social” a nosotras nos tocaba tan de cerca. Sabíamos que volver a insertarnos en la realidad de nuestro país, que ya no era la misma después de tantos años de cárcel, iba a ser difícil, duro y complejo. 

Mi familia tampoco era la misma. Me esperaban papá, mamá y mi pequeño Víctor Benjamín de ocho años de edad. Mi hermana Nora, mis hermanos Arístides y Omar y mi compañero Víctor Manuel ya nunca estarían con nosotros. Y mi hermano Dalmiro aún seguía preso en Rawson.

Un camino largo y sinuoso me esperaba. Y el desafío de poner en práctica aquel compromiso contraído entre todas las compañeras: ser la denuncia viva en cada rincón donde nos encontrara plantada esta nueva vida. Y los interrogantes fueron llegando así como si nada ¿Desde qué lugar? ¿Sola? ¿Con quiénes? ¿Cómo?

Volví a mi barrio y a los días de estar con mi familia, decidí llegarme a la villa Itatí, aquella donde había comenzado mi primera militancia adolescente. Con temores y gran ansiedad, comencé a caminar por la villa que había crecido de manera descomunal. Recorrí los pasillos buscando una casa, aquella donde había estado con mi hermano Omar -allá por los ’70-, antes de mi detención. Quería encontrar a doña Maruja y su esposo Oscar, quienes vivían en ese lugar. Caminé, caminé y pregunté a los vecinos, pero nada. Ya de regreso para mi casa, desilusionada por no haberlos encontrado, vi una pareja -un señor y una señora mayores- que me miraban con cara de asombro. Ella me dijo: “¿Vos sos la hermanita de Chino?, ¿nos estás buscando?”. Asentí con la cabeza, no me salía una sola palabra. Solo sentía el enorme abrazo de Maruja y Oscar que no paraban de llorar. Me invitaron a entrar a su casa.

Al rato empezó a llegar gente que me saludaba. Algunos a los que, poco a poco, reconocí como Marga, los Camisa y el flaco Siri “Manga” y Juanita Ríos, compañera del padre Pepe Tedeschi. En fin, mucho afecto, comentarios, preguntas y la voz de Maruja: “Durante dos meses tuvimos guardado a tu hermano, aquí en esta casa, pensamos que había zafado pero más tarde supimos que no, que los milicos también a él se lo habían llevado”.

Juanita me recordó aquellos años de cine de base y guitarreadas en el barrio, las luchas constantes por la luz, el asfalto, y el agua. Me contó: “Asesinaron al Pepe en el ’76 y sobreviví al genocidio con Itatí en mi panza, tampoco ella llegó a conocer a su papá”. Cuando me estaba yendo, me dijeron que las puertas de villa Itatí estaban abiertas para mí. Estábamos a punto de recuperar la democracia. 

Con la democracia llegó el plan de alfabetización a Quilmes. Me conecté con el Centro Ecuménico de Educación popular (CEDEPO), que estaba a cargo de poner en marcha dicho plan. Hice mi formación como Educadora Popular en el seno de dicho centro junto con compañeras y compañeros. 

Siempre me sentí una militante de la vida antes que de un partido. Como tal y con todas las herramientas que la Educación Popular me brindó decidí volver a villa Itatí. Esta dinámica de construcción y transformación diversa, compleja e integral me encaminaba hacia el objetivo al que quería llegar: recuperar junto con ellos la memoria histórica, la identidad cultural y nacional de nuestra sociedad. 

Entendí que no alcanzaba solo con la denuncia, era necesario partir de la base: el sujeto de la transformación es la gente, es la sociedad organizada y nosotras somos parte de esa sociedad, que es el sujeto de la acción. Esa práctica constante de construcción conjunta, colectiva, de intercambio de experiencias, ese ida y vuelta indefectiblemente te lleva a la comprensión cabal de cuál es el punto de partida: la gente. Durante ocho años alfabeticé en ese barrio y aún hoy, por distintos motivos -siempre los hay- sigo comunicada con ellos.

Con mi hijo Víctor, no dejamos nunca de caminar juntos, constantemente nos descubrimos invadiendo lo desconocido, penetrando en lo más profundo, buscando y encontrando nuevos horizontes. Tan es así que pronto la realidad nos encontró trabajando a la par, junto con docentes y alumnos en escuelas secundarias, en la construcción del pensamiento, a partir de la transmisión de nuestras experiencias durante la última dictadura militar. Lo hicimos desde el reconocimiento de la necesidad de partir de su propia realidad, la de ellos, que nunca es igual a la de los otros. Lo bueno es comprobar que el análisis conjunto en ese contexto de intercambio y conocimiento, ya no estás en el nivel inicial, estamos en otro nivel, estamos en un nuevo punto de partida, el que posibilitó la construcción colectiva.  

“Para que pueda ser, ha de ser otra, salir de mí, buscarme entre los otros, los que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia”, este pensamiento de Octavio Paz es el que me acompaña en el día a día. 

Así es que en esos crecientes testimonios que he dejado en distintos territorios también agradecí y agradezco a la vida haber recibido de ella la mejor entrega: que mi único hijo junto con su compañera, Nancy, sean los responsables de haber llenado de luz mi cotidianeidad al permitirme disfrutar plenamente de esos tesoros que son mis nietos Lucas y Fiona. Ellos son los que rompen los velos de las cicatrices opacas, los que me invitan a que marchemos juntos cada día y en la misma dirección, la del amor, y a que siga buscándome todos los días de mi vida, ahí donde sea que esté y los halle. 

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