Martina Chávez
Méry Sur Mame , Francia
Nací en Santa Clara, Jujuy. Fui detenida el 16 de mayo de 1975. Cuando salí en libertad, expulsada hacia Francia, lo que más deseaba era respirar el aire puro, sentir la caricia del sol en mi piel, el frío en mi cuerpo aún entumecido, sacarme una foto al lado de la Torre Eiffel, sentarme a tomar un café y ver pasar el mundo delante de mí. Quería sentir que estaba ¡viva y libre! Lo que buscaba era fatalmente banal después de casi cinco años de cárceles en Argentina.
Al llegar a Francia, el choque psicológico fue devastador. Dormí casi 24 horas. Me negaba a despertar fuera de lo que había amado tanto, de lo que me había construido. Me encontraba como un barco a la deriva: sin familia, sin amigos, sin mis territorios afectivos, sin la organización Montoneros, porque decidí no volver con la contraofensiva Acción de la organización Montoneros entre 1979 y 1980 que consistió en el retorno en forma clandestina a la Argentina de militantes que estaban en el exilio.. Debía aprender a caminar sola y con otros códigos culturales.
Al principio, mi vida aquí se fue desarrollando al ritmo de las dictaduras en América Latina. Me integré al Centre Argentin d’Information et de Solidarité (CAIS). Me di cuenta que mi lucha era global, que nuestras vidas estaban entrelazadas y que éramos millones. Que lo que pasaba en Francia tenía una repercusión en la vida de los más pobres en algún rincón de Argentina. Me volví ciudadana del mundo.
Al poco tiempo, ingresé como voluntaria a militar en un barrio estigmatizado en pleno centro de París. Allí se concentraba una inmigración que reflejaba el rol de la colonización de Francia en África. Fueron concentrados en edificios vetustos un microcosmos de la humanidad y los dramas en el mundo: Mali, Senegal, Argelia, Marruecos.
No hablaba francés, pero aprendí rápido porque me sentía en estado de urgencia: había que denunciar lo que pasaba en Argentina. No podía vivir sin comunicar, la palabra es liberadora.
La vida me fue llevando por geografías diversas. Primero, llegué al albergue de Fontenay Sous Bois, perteneciente a los curas Obreros de Francia. Luego, a París. Sin la solidaridad del pueblo francés mi integración hubiera sido más difícil. Quiero destacar a algunos de ellos: Jacques Damiani, Michel, Christine y Gérard Laur, Simone.
Cuando me quise retirar como voluntaria y militante del barrio, me crearon un puesto de educadora a medio tiempo, un puesto multidisciplinario. Además, ingresé a la Université Paris 8 ex Vincennes Saint-Denis para estudiar Economía Política, Antropología y Etnología. En mi biblioteca acumulo una Licenciatura en Ciencias Económicas, una Maestría en Etnología y un Máster en Etnometodología. No hago ostentación de estos títulos porque nunca los utilicé para dar sentido a mi vida. Solo son herramientas que me ayudan a entender al género humano. Los mejores títulos son los que me dio la gente, con quienes trabajé.
A partir de 2005, empecé otra experiencia profesional enriquecedora en la Asociación Casa Marie Louise, de coordinación terapéutica y con un público adulto. Se brindaba apoyo terapéutico a las víctimas de tortura y de represión política y a portadores del HIV. La llegada a un nuevo país y el desconocimiento de su sistema sanitario, el estatus administrativo, la precariedad y el aislamiento son factores que dificultan el acceso a la asistencia sanitaria. Del mismo modo, los migrantes tienen que enfrentarse a otros obstáculos muy recurrentes, como no tener un gran dominio de la lengua francesa. En esta experiencia me enfrenté de nuevo con la muerte, pero teníamos supervisión psicológica de equipo.
Los franceses son muy estrictos, no mezclan lo afectivo con lo profesional o al menos lo intentan. Yo no podía disociarme y empecé a sufrir cada vez que alguien moría de HIV o de otra injusticia. O cuando alguien me contaba cómo había atravesado el Mediterráneo, a veces vendiendo su cuerpo.
Me jubilé en 2018. Las familias y mis colegas me hicieron una hermosa despedida. Cada vez que la recuerdo me recorre una sensación parecida a la felicidad.
Llegué sola. Al principio disfruté de mi celibato de mujer libre y siempre andaba enamorada, quería atrapar el tiempo perdido. Como no hice nada según el mandato divino nos impone, tuve a mis hijos a los treinta y ocho y cuarenta años. Profesionalmente estaba realizada, así que me dediqué totalmente a ellos cuando nacieron. Tengo dos hijos: Maywa, flor de orquídea; y Willka, sol en Aymara. El padre de mis hijos es francés y su papá exiliado republicano en Francia. La abuela de mis hijos es de origen austríaco. Son herederos de todas esas culturas. Pasamos de la cultura del maíz a la cultura francesa, alemana y española sin transición.
La vida me fascina, siempre me fascinó. La gente me inspira. Creo que esto se debe a mis orígenes heredados de la primeras naciones americanas Aymara y Diaguita y del medio social al cual pertenecía. Mis padres son de cultura oral. Mi papá, de origen aymara, era el mecánico de una de las fincas e ingenios de Jujuy. Cultivaba lo poco que le quedaba después de las rapiñas. Mi madre, probablemente de origen diaguita, trabajaba en casa educando a sus hijos y en la subsistencia diaria: yendo al monte, recogiendo plantas medicinales y comestibles y dando pensión a los obreros golondrinas de las fincas. Siempre resistiendo e inculcando a sus hijos el aprendizaje escolar. Eran conscientes de que la educación es un factor clave en una sociedad que no ha podido erradicar las desigualdades sociales. Mi mamá me decía: “Estudien para no ser explotados como nosotros”. Y cuando yo entré a militar ellos me apoyaron.
Me siento protagonista de mi propia historia individual y colectiva. Me despojé de ciertos esquemas, dogmas y “verdades”. Lo que había aprendido lo desaprendí. Hemos sido adiestrados para repetir fórmulas, caminar en círculos, imitar a otros temiendo ser diferentes. Vendemos el alma con tal de no experimentar la incertidumbre y aunque esto acarrea frustración y sufrimiento, seguimos editándonos, seguimos repitiendo.
Creo que la vida se termina cuando uno termina de soñar con un mundo más justo.
Di testimonio el 31 de octubre de 2013 por videoconferencia desde Francia en el Tribunal Oral Federal de Jujuy, en la causa de las compañeras que sacaron a fusilar del centro clandestino de detención de Villa Gorriti: Dominga Álvarez de Scurta, María Alicia del Valle Ranzoni y Juana Francisca Torres Cabrera. La segunda vez, el 20 de diciembre de 2018, como víctima. También por video conferencia, desde el Consulado Argentino en Francia.
Sigo impartiendo charlas y voy donde me invitan. Con el avance de la extrema derecha en Europa esta tarea se volvió fundamental. Más aún con la propagación del coronavirus. Fruto de una industrialización despiadada, la contaminación afecta el aire, el agua y la tierra. Pero hoy estas tareas están paralizadas por la “peste”. Aunque no es posible volver atrás y hacer un nuevo comienzo, cualquiera puede comenzar a partir de ahora y hacer un nuevo final. Gracias compañeras por el Fuego, las quiero tanto.
Etiquetas: ACTIVIDAD COMUNITARIA, DERECHOS HUMANOS, EXILIO