Silvia Horne
Río Negro, Argentina
Lunita tiene seis años y no sé si alguna vez le van a crecer ciertas preguntas. No imagino en ese caso quién se las va a responder. No sé, en su escuela, ¿quién le va a esparcir fragmentos de lo que en realidad pasó? ¿Cómo va a ir uniendo las piezas del rompecabezas? Y en su felicidad, ¿qué arista, qué luz y qué sombra ocupará la historia de estos abuelos? ¿Quién le irá a contar?
A la vuelta de su casa hay un aguaribay de tamaño mediano. La primera rama la alcanza con su pie si se empina en el montículo de la vereda. Trepa con ayuda de una primera patita de mano que le ofrezco. Se yergue entre las ramas. Siente el viento, la libertad y la distancia, y el vacío al mismo tiempo. Es muy precavida. Sube una ramita más. Ahí se queda un rato.
La veo desde abajo, contra el cielo tremendamente azul y brillante. Enramado. Y vuelo con ella. Voy por el espacio y el tiempo desde el suelo, sin moverme de su figurita, que goza y mide su propia audacia.
La miro desde abajo. Va afilando sus destrezas y venciendo sus temores y atrás de ella, el cielo. Cielo que pasa como empujado por soplidos de la estratósfera. Como en diapositivas o filminas se desvanece uno y la memoria hace foco en el siguiente…
Aquel cielo lluvioso y frío del 17 de noviembre de 1972. Entrelazados de los brazos para poder caminar, chapaleando el barro, y llegar a Ezeiza a esperar a Perón. Empapados, cielo de tanquetas ronroneando en la Riccheri.
Y siguen pasando cielos, como una cámara rápida, día tras día, de la ventana de aquella celda ¿La 88? Con la Negra Hilda y la Meloni y también la otra ventana con la Cherna, con la Claros, con la Betty Castro y muchas ventanas, con la Bertolino, preguntando en el insomnio si había ovnis -filosofía canera– mirando en la oscuridad de aquel verano. Del chancho, que no tenía cielo, no se llegaba a la ventana porque no tenía cucheta.
—Tengo miedo abuela, es alto.
—No, fíjate bien Luna, allá arriba, tenés una rama bien gruesa. Que no tiene pinches. Te podes agarrar, yo de abajo te empujo un poquito ¡Bien, bien! ¡Dale! ¡Ahí! ¿Viste que podías? ¡Viste que podías!
Le acomodo la patita en una horqueta y le veo el perfil serio de quién le arremete una rama más al señor, al cielo. Cinco años felices de papá y mamá y mimos. Es dulce y suave. Cinco también tenía Evi, mi hija, cuando pudo tener por primera vez la mano de su papá y la mía, cuando nos casaron en la capilla de Devoto.
—Luna, ¿estás bien? ¿Viste que no te pincha las manos? ¿Querés subir más, a la otra rama?
Y siguen pasando cielos abiertos sin recuadro, celeste, celeste y más cielo, cielo de los tupamaros… Y otro más, cuando llegamos a la estación Democracia, tantos duelos sin hacer y a los empujones, diezmados, pero llegamos.
Pasa muy lento el cielo de Fiske, mi ciudad con nombre de genocida, y voy gozándolo en bici escudriñando en las callecitas de tierra que alguien conocido nos presente vecines. Y allí aparece el otro cielo.
La ciela, ellas, nosotras, mujeres, topadoras, artesanas, cocineras, caminadoras y así fui reconociendo a las futuras gremialistas, voces de las trabajadoras de casas particulares… Isabel, Ofelia, la Yaupi, Haydée, Adritila, Ana, Rosalía, cielo de sindicato.
—Luna, ¿estás cansada? ¿Querés que bajemos y vayamos a tomar la merienda? ¿O vamos a dar otra vuelta en bici?
El asalto de Néstor cielo a la felicidad, cielo de cada día, después de tanta bronca, tanto piquete y tanta marcha, tanta esperanza entregada por nada. Ni un plato de lentejas derramó nunca tanta angurria. Por eso el cielo de Néstor fue increíble.
La miro a Lunita que quiere bajar. Le tomo las manitos que todavía tienen pocitos. Están ásperas por las cortezas. La piernas largas y flacas, es un poco tímida. No salta. Baja despacio. Vamos a ir a un lugar lindo a andar en bicicleta.
Y vamos a pensar que nos vamos a abrazar y besar y vas a tomar el desayuno de la abuela, que tanto te gusta como hacíamos antes de la pandemia, con las frutas que te gustan: ananá y pomelo. Mi nena, la Luna, la más preciosa mía ¿Ya vamos?
Luna queda con su mamá. Mujeres. Y en mi bicicleta sigo el vuelo todavía por el cielo plomizo, húmedo y lloviznoso de La Plata, cielo de Marcelo, Patulo, Gustavo, Fermín, Patito, el flaco Salas y la Mirta… bueno ella está en el cielo de los tilos. Mujeres.
Cruzo a toda velocidad la avenida con nombre de genocida y paso rasante por el cielo de Victoria y de Patricio, la Pastito, de Juan Jacinto, de cabezón Andrada, el amor de la Petilu, papá de Juanse.
Cielo mapu, cielo alambrado. Cielo que sigue esperando. No falta tanto. Vamos arrimando soplidos para hacer huracán.
Acá en el sur, el cielo sigue y sigue. Solo una barda a cada lado, como barandas escoltando el valle.
Pero en la penitenciaría de Mendoza, sobre la avenida Boulogne Sur Mer, el cielo tajeado de cordillera se llena de juegos y murmullos de niñas y niños. Cielo de nacimientos, de tía Tenchi esperando a la recién nacida Eva, mi hija, de Valentina, de Anita, de Negrita, cien actos de tremenda valentía. Mujeres. Mujeres, valientes mujeres. Ivone, tan chiquita y con su hija la ¡Totona!
Y arriba el cielo y abajo nosotras pestañeando unidas y recuperando territorios de cultura, de comunidad, de amor cuidado. De dignidad, de trabajo sin patrón, de trabajo nuevo, de trabajo inventado, de trabajo con arte, de trabajo amoroso, de trabajo difícil, de trabajo insuficiente.
Pero arriba el cielo es un continuo. Y allí estamos. Y allí están los que empezaron, los que la siguieron, nosotras, muchachas, que nunca perdimos en el fuego nuestra central potencia de estar siempre del lado de los que menos tienen.
Ayer Luna trepaba al sol. Hasta la última rama del almendro en flor del patio de su tía Evi. Me pregunto, también, si ella sabrá alguna vez lo intenso que son estos pequeños momentos en que la tengo cerca, sola conmigo, momentos que puedo ver a través de sus ojos claros el cielo que les dejamos y vuelo con sus alas para imaginarme el cielo que ellos verán.
Etiquetas: DERECHOS HUMANOS