Navegando el Paraná

Cuidar corazones

Silvia Abdolatif

Santa Fe, Santa Fe Argentina

Nunca dejé de mirar el cielo aunque fuera de a pedacitos. Pero ese 9 de julio era impresionante, estaba tan celeste, celeste cielo. Lo miraba acostada panza arriba en el patio de Devoto, patio muy gris. Lo único de color brillante era el cielo, lo recuerdo muy bien. Además, ese día vi pájaros volar. Pensé en mi padre -era su cumpleaños- en mi casa y en mi libertad. “¡Que me lleve un pájaro hasta Santa Fe, a festejar tu cumple papá!”, pensé.

A veces los deseos se cumplen, se transforman en realidad, y ese día mi nombre estuvo en lista de libertades. Las compañeras gritaban, diario en mano, que había una lista de libertades, ¡lista de libertades! Así, varios días después estaría cruzando por primera vez la plaza de Mayo, con mi mono, y buscando una cabina telefónica para avisar: “Estoy en libertad”.

Fue el mediodía de un sábado cuando se abrió una puerta de Coordinación Federal, sobre la calle Moreno -en aquellos tiempos, todas las dependencias policiales y militares estaban cercadas dos cuadras a la redonda- y de repente me encontré ahí parada, sola, en la vereda. 

Sentí voces a la distancia que me decían: “Por aquí compañera, ¡por aquí!”. Eran de la Comisión de Familiares de Detenidos Desaparecidos. Ellos me guiaron hasta Retiro, me compraron un boleto, un sándwich y un licuado. “De aquí no te muevas hasta que llegue tu cole”, dijeron. No los volví a ver. 

Ese 9 de julio de 1981 quedé sola y extasiada, comiendo lo que no podía creer y mirando para todos lados. Nunca había estado en Buenos Aires, salvo presa. Ahí comprendí que la moneda tiene dos caras, que la solidaridad estaría primero en mi lista de valores y que nunca dejaría de mirar el cielo.

Tiempo después, y durante treinta y dos años, cuidé corazones. 

Abracé la enfermería, “el arte de cuidar”. Mi trabajo fue siempre inmensamente reparador, lo desarrollé en Unidad Coronaria, Hemodinamia y en Cirugía Cardiovascular. Reparador, sí. Pude gestionar trabajo compartido no solo con personal de enfermería, con mucamas, médicos, técnicos y administrativas sino también -y fundamentalmente- con el paciente. Siempre sentí que éste ingresaba a la Unidad y nos ofrecía ni más ni menos que su corazón: “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”, dice una canción de Fito Páez y así es. Comprender esto me llevó a especializarme para brindar lo mejor.

De nuevo, vida-muerte. De nuevo, la solidaridad, el dar todo. 

Formé y coordiné equipos de salud para cuidar y salvar vidas, viví la posibilidad de estudiar nuestra anatomía, nuestra física y química, de saber que cuidarnos es tan importante como vivir. En ese camino de estudio y trabajo aprendí y enseñé.

Mujeres y hombres, doce, dieciséis horas de trabajo y el sueldo que nunca alcanzaba, siempre por debajo de lo trabajado. Hubo un concepto que escuché en una asamblea y que nunca olvidé: “Pobre del trabajador que reniega de su condición y no defiende sus derechos”. Comprendí y articulé, sin proponérmelo, aquello que en la teoría y siendo muy joven soñaba: estudiar, trabajar y defender el derecho a un trabajo digno.

La posibilidad cierta de cuidar a compañeras y compañeros y también de sus hijos cuando enfermaban no fue casualidad. Fue para mí un deber y traté de hacerlo de la mejor manera compensando tanto amor y rescatando la solidaridad una vez más. Valga un recuerdo muy especial para Marta Rodríguez -la Corcho, que padeció una enfermedad terminal de muy corto tiempo- y para Ana María Cámara -Anita, con una enfermedad autoinmune crónica durante casi veinte años-, por su entereza, por su valentía.

Por eso, cada vez, al salir del trabajo después de muchísimas horas, nunca dejé de mirar al cielo, siempre infinito y maravilloso. Ese día quizás había curado, cuidado y salvado, vida o muerte.  Miraba ese cielito diciéndole: “Aquí estoy, viva y en libertad”. Sea donde fuere que nos encuentre la vida, ese cielo puede hacerse aún más inmenso. 

Y así fue que un 10 de diciembre de 2009, cuando finalizó el primer juicio de Lesa Humanidad en la ciudad de Santa Fe, al salir del Tribunal Oral Federal N° 1 pude comprobar y sentir que el cielo más claro es el de la Verdad.

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