Cristela Beatriz Godoy
Paraná, Entre Ríos, Argentina
A la compañera María Eugenia Volpe, a mi compañero Rubén Ariel Arín,
a mis padres Miguel y Adelina y a Dora Arn, mi suegra.
Día de encierro, 16 de agosto de 1976. Cuando los milicos me cazaron estaba embarazada de cinco meses más o menos y tenía veinticuatro maravillosos años. Cuando se les ocurrió largarnos tenía doscientos años.
Día de libertad, 28 de marzo de 1982. Al costado de la avenida, en el suburbio de Paraná, en la cortadita Conscripto Bernardi, Rubén y yo entramos a la casa de mis padres con la libertad en nuestro interior, tan adentro que me parecía que debía volver a la cárcel. Estábamos impávidos de tanta libertad, de tanto cielo abierto. Una fuente humeante de fideos caseros que preparó mi madre nos esperaba para compartir con tantos hermanos, sobrinos, primos, amigos que nos miraban y no podían creer que fuéramos eso, dos soledades en una.
Ariel tenía entonces seis años y Cristela cinco, los dejamos cuando tenían un año y apenas tres meses, respectivamente. Había pasado una vida entre ellos y nosotros, no lo entendimos. Nos descubrimos padres de dos hijos que eran nuestros pero no lo eran. Eran hijos de mis padres, de su abuela Dora y de sus tíos. Fue bueno y noble. Tiempo después una psicóloga me dijo: “¡Qué suerte que estuvieron ellos en sus vidas!” y yo, con la sumisión que nos caracterizó, me consolé. Pero ellos, ellos, nunca fueron los mismos y nosotros, menos.
Durante esos primeros tiempos soñaba que no era digna de la libertad, seguían las manos atrás aunque ya eran libres. Mis baños eran interminables -con el agua caliente que me pegaba en el pelo, en el cuerpo-, todos los días me sacaba un poquito el olor a podrido de Devoto, la humedad de la Unidad Penal N°6 y el terror de los calabozos de los cuarteles de Paraná. Las sábanas perfumadas que preparó mi madre para nosotros, las flores de su jardín -la dalia lila, la santa rita roja- y el mantel blanco fueron la puerta abierta que nos tenía preparada la libertad a nuestras nuevas vidas. Mi padre Miguel, brindó cuantas veces pudo por tenernos de nuevo allí en ese cobijo, esperanzador, compañero, amigable que fue su casa, la nuestra.
Los milicos rompieron todo: mis libros, mis discos, las cosas que nutrían mi alma. Pero eso no fue todo lo que rompieron, lo despellejaron a Rubén. Chorreó mi leche durante horas en el enorme pasillo de Devoto y no pude mover ni siquiera el pie, nadie vino en socorro de la sin razón. Rompieron también la vida, ilusiones y sueños de miles de compañeros. Durante esos cinco años y ocho meses de cárceles supimos del odio hacia nosotros. El resentimiento, el castigo, las miradas de las bichasApodo con el que las presas políticas de Villa Devoto se refieren a las celadoras del Servicio Penitenciario Federal. con sus uniformes grises y borceguíes negros llegaron a nuestras vidas para padecerlos día a día. Quien sabe qué horrenda vida les esperaba en su casa para despelecharnos todos los días un poquito: la comida, el frío, el maltrato, las celdas de castigo y, sobre todo, a la vuelta de cualquier pabellón, la muerte.
Con todo eso a cuestas tuvimos que empezar, con la libertad a medias, estigmatizados, sin trabajo, con dos hijos pequeños. Intentamos recuperar aquellos objetivos que nos unían cuando nos unimos. Conseguir trabajo. Un gran hombre, el doctor Zaidenberg, me dio empleo en su clínica y Rubén iba y venía con sus baldes a trabajar de albañil. Su vida laboral estuvo signada por su honestidad y prolijidad, así se ganó la confianza de los clientes que lo valoraban. Desde niño, atravesó todas las tormentas: hombre, padre, amante, amigo, compañero, militante, estudioso y preso político. Casi sin palabras, se le habían quedado enredadas a la vuelta de su humilde casa.
Empezamos a ser otros, a comernos la vida porque sí, reíamos y llorábamos por cualquier motivo. Nuestras discusiones políticas infaltables, únicas, verdaderas, de compañero a compañera, pero nuestras, solo nuestras. Yo iba y venía con mi uniforme de secretaria a la clínica, con la esperanza en el futuro. Empezamos a pagar un terreno para construir humildemente nuestro lugar en el mundo. Tratar de armar ese rompecabezas de amor, con dos hijos desconocidos, pero tan amados. Estábamos con ellos, los pequeños querubines, que añoramos durante tantos años. Cruzamos esos tiempos con miedos, con silencios, gozando de esa libertad de caminar, correr, cocinar, amar, amar. Y claro, el amor que nos rondaba nos dio generosamente a Ernesto en 1986 y a Eva en 1991. Ernesto y Eva nos devolvieron a los dos las horas de madre y padre, que teníamos guardadas para Ariel y Cristela.
Después, llego el alivio y nos reincorporaron en nuestros trabajos. Nos habían echado por “subversivos”. Y nos conectamos con viejos y nuevos compañeros en la ayuda social Eva Perón, militando para nuestros candidatos peronistas municipales, provinciales y nacionales. Ayudamos a conformar la asociación de Ex presos Políticos de Entre Ríos La Solapa. Fui honrada como directora de Derechos Humanos (DDHH) de la municipalidad de Paraná por el intendente Julio Solanas. En el 30º aniversario del golpe de Estado homenajeamos a nuestras mujeres entrerrianas desaparecidas, colocando una placa con sus nombres en el Concejo Deliberante de Paraná. Además, impulsamos condiciones más dignas para mujeres y hombres que padecen encierro en las cárceles de la ciudad y ampliamos sus posibilidades de estudio.
También nos acercamos a los compañeros ex presos políticos y a sus familiares para aliviar situaciones de extrema vulnerabilidad económica y alimentaria y gestionamos contrataciones para aquellos que no tenían trabajo. Presentamos a través de Rubén un proyecto para mejorar viviendas precarias con un sistema de ayuda mutua para nuestros vecinos que viven en condiciones infrahumanas en nuestra ciudad pero “allí quedó, nadie lo vio”. Con apoyo de la Intendencia y de un grupo de compañeros pude editar un libro con reseñas de nuestra vida carcelaria Utopías… de eso se trata, sueño pequeño, humilde, sencillo para dejar grabadas las historias de mujeres que sobrevivieron a la miserablidad de los milicos y “demases seres que no fueron justamente humanos”.
La vida, la inexorable vida, empezó a quitarme lo más amado. Mis padres: Miguel en 1992 y Adelina en 2012. El 24 de octubre 2008, Rubén Ariel Arín se fue, nos dejó, no quiso compartir el devenir, sus rabietas, su seriedad. Sus partidos de Boca, sus amados hijos. Nunca pudo expresar, por su forma de ser, lo que pasó en la tortura: la picana, lo que le hicieron a su cuerpo, a su ser humano. Me volvió el mismo dolor en la garganta -permanente- ese que me atravesó los casi cinco años de cárcel. Ese dolor que no me dejaba levantarme de la cama. No podía ver, pensar, sentir claramente. Se fue el amor, el padre, el compañero, el amigo, el amante y me abrazó la rabia interminable, intolerable. “Que te hayas ido sin enseñarme a vivir sin vos”.
La vida se ha vuelto dos veces en una para mí. Con presencias que me iluminan, mis hijos, nietos, hermanos, cuñadas, sobrinos y sobrinas, primos, grandes amigos y amigas, compañeros y compañeras que me sostienen y alegran con su presencia.
Creo haber seguido ideales buenos, quizá no para otros pero no tiene demasiada importancia. Tuve las salas de parto, en momentos tan distintos. La separación de mi hija, a los tres meses de vida. La comida podrida, el frío, los tristes días de Devoto. Y después, mis pies marchando para que nunca se olviden de lo que pasó en nuestro país, por los 30.000 compañeros que se llevaron por sus ideales libertarios. La satisfacción porque la verdad que hemos logrado se escuche en los juicios y logrando las condenas de genocidas. Mi música, mis libros, mis locuras, mis llantos, mis palabras para que Rubén recobre la suya. Caminar hasta donde quiera, teñirme el pelo, entrar al río, el verde de los campos. Los abrazos y palabras de mis hijos. La vida.
Ha sido bueno lograr recordar, reír, llorar, sentir y vivir, no solo por mí sino por los que lucharon para que Argentina y América Latina consiga la felicidad que se les debe a nuestros hermanos más necesitados.
Etiquetas: ACTIVIDAD COMUNITARIA, DERECHOS HUMANOS