Elena Sevilla
Storrs, Connecticut, Estados Unidos
En septiembre de 1988 en los Estados Unidos – a pocos días del nacimiento de mi hija- el ex presidente Jimmy Carter dio un discurso sobre su trabajo en Derechos Humanos (DDHH) a un grupo relativamente pequeño de estudiantes y profesores, en la Universidad de Georgia donde mi marido -yanqui- trabajaba. Cuando terminó de hablar, la audiencia pudo hacer preguntas. A pesar de mi reticencia para hablar en público junté coraje, me levanté de la silla y le expresé mi agradecimiento por la política de DDHH durante su presidencia. Gracias a dicha política yo había podido llegar a los Estados Unidos en opción desde la cárcel de Villa Devoto, diez años antes.
¡Yo agradeciendo a un ex presidente de Estados Unidos! ¿Era la misma que siendo adolescente, cuando mi padre intentaba emigrar a ese país para mejorar nuestra situación económica, le decía que nunca iría a vivir al centro del imperialismo? Sí y no. Era la misma, pero con más vida y con más oportunidad para ver que las relaciones humanas y políticas son complejas y no se pueden apreciar en blanco y negro. Ya me había dado cuenta de que “el centro del imperialismo” está lleno de contradicciones e intereses encontrados. También de desigualdad y de gente solidaria y con buenas intenciones. Y, como en muchos otros países, me di cuenta de que en los Estados Unidos el poder está en manos de los otros, los que no piensan en las necesidades de la mayoría sino en el enriquecimiento propio.
El 20 de julio de 1978 llegué acompañada por mi madre y mi hijo de casi tres años a Ithaca, una ciudad pequeña situada a orillas del lago Cayuga, en el estado de Nueva York. Allí, nos esperaba mi hermana gemela Alicia, que estaba haciendo su doctorado en Matemáticas en la Universidad de Cornell. También estaban, para mi sorpresa, un grupo de unas veinte personas -en su mayoría yanquis- aplaudiendo y entregándome flores y fotógrafos del diario local.
Poco a poco me fui enterando de la cantidad de gente que colaboró presionando a la dictadura militar argentina para que me dejara salir en opción, tras haber recibido dos negativas. Mi hermana Alicia, con la ayuda de CUSLAR (una organización de estudiantes y activistas de Cornell para fomentar justicia y comprensión entre los países de Latinoamérica y los Estados Unidos), contactó a Amnistía Internacional y a profesores de Física en Cornell e iniciaron una campaña para conseguir mi libertad (https://science.sciencemag.org/content/197/4307/938.2). Varias organizaciones científicas participaron de esa campaña, que incluyó la ayuda de la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno de Carter, encabezada por Patricia Derian quien muchos años después fue condecorada por Néstor Kirchner debido a su compromiso con los DDHH durante la dictadura en Argentina. En marzo de 1978, un comité de miembros de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (NAS) trató de verme en Devoto, pero la visita no fue permitida. También se la negaron al diputado nacional Matthew McHugh.
Physics and Society, en 1981, publicó un buen resumen de las actividades de los científicos en mi favor. (Volumen 10, Número 2, Abril 1981, páginas 9-10).
Fue una enorme sorpresa encontrar mi nombre en muchas publicaciones científicas y en periódicos -no solo locales sino de distribución nacional como el New York Times– haciendo referencia al atropello de los DDHH en Argentina.
Recuerdo esos primeros días de libertad como un torbellino de emociones: alegrías, penas, miedos. De pronto, era madre de un hermoso niño de casi tres años, que llamaba “mamá” a mi madre y “mamá Elena” a mí.
Si bien había estudiado inglés desde chica, no me resultaba fácil entender el acento yanqui pero tenia que responder a periodistas y escribir cartas de agradecimiento a las organizaciones que ayudaron a obtener mi libertad. A pesar de la alegría de estar libre, mi compañero permanecía en Rawson y mis compañeras en Devoto. Sentía una tremenda responsabilidad de denunciar las condiciones de los presos políticos. Además, mucha culpa por haber dejado a mis compañeras en Devoto, cuando la situación represiva adentro de la cárcel se estaba poniendo cada vez más dura.
Por suerte, mi hermana Alicia estuvo ayudándome todo ese primer año, mientras estaba terminando su doctorado y yo empezaba mis estudios de Física, en Cornell. Mi hijo accedía gratuitamente a un jardín, pues como era refugiada tenía los beneficios que existían para residentes y ciudadanos pobres. El ritmo de estudios era muy intenso y, como hacia años que me había alejado de la Física, fue un proceso difícil. Sin embargo, cuando me pedían, daba charlas a grupos de estudiantes y organizaciones de DDHH sobre la situación en Argentina. También era miembro del grupo local de Amnistía Internacional.
A los dos años y medio de haber salido con la opción, mi compañero fue dejado en libertad en Argentina y emigró a Canadá. Mantuvo una relación bastante cercana con nuestro hijo pero habíamos cambiado mucho en los cinco años que estuvimos separados, así que no volvimos a vivir juntos.
Cuando llegó el gobierno democrático a Argentina, la vida había seguido su curso: estaba casada con un estadounidense – quien todavía es mi esposo- y aún realizaba el doctorado. Mi hijo era más estadounidense que argentino y yo me sentí perseguida y extranjera cuando volví de visita a mi país, en 1986. Tuve que entrar con el pasaporte argentino y, por supuesto, renovarlo. Después de dos semanas, aún no tenía la renovación del pasaporte y tuve que pedir ayuda a una senadora nacional radical que había sido mi profesora en el secundario. La mujer me mandó a hablar con el jefe de Seguridad del Senado y éste, con un oficial en el edificio de Coordinación Federal: el mismo lugar donde diez años antes escuchaba los gritos de los torturados todas las noches durante la semana que estuve allí detenida. Me preguntaban por qué pensaba que mi pasaporte estaba demorado y yo contestaba que porque había estado presa. Y me seguían preguntando: “¿Por qué estuvo presa?” En ese momento supe que no volvería a vivir en Argentina.
No fue fácil pero terminé el doctorado. Tuve trabajos diversos, hice amigos y vi morir a mi hermana que me trajo a este país. En fin, hice una vida en este, mi país del exilio. Me siento parte de él, colaboro en campañas electorales, voto como buena ciudadana pero siempre seré extranjera ¡Apenas abro la boca me preguntan de dónde soy!
En Argentina también me siento extranjera, aunque es mi país y nunca dejé de sentir la necesidad de no olvidar a los 30.000 desaparecidos. Por eso no dudé cuando me pidieron que tradujera la charla que Matilde Mellibovsky, Madre de Plaza de Mayo, dió hace unos años en la universidad donde yo trabajaba.
A lo largo del tiempo, cada vez con menos frecuencia, me han pedido que hable sobre mi experiencia a grupos de estudiantes o grupos de mujeres y lo hice siempre que pude.
A pesar del desarraigo, a pesar del tiempo pasado, cada vez que me encontré con una compañera ex presa me he sentido parte de algo que nunca se romperá. Una hermandad que va más allá de las muy diferentes experiencias que cada una tuvo en libertad.
Etiquetas: DERECHOS HUMANOS, EXILIO