Perla Diez
La Plata, Buenos Aires, Argentina
Yo soy Perla Diez, fui presa política desde febrero de 1975 hasta abril de 1982, año en que recuperé mi libertad. Estuve en varias cárceles: Dolores, Olmos y Devoto. Pertenecía al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).
Durante mi permanencia en la cárcel, el 8 de marzo de 1977, secuestraron a mi marido, a mi hermana menor, Diana Carmen Diez, de diecinueve años, y a su esposo, Alberto Rentani. Mi marido era Jorge Horacio Moura y tuvimos dos nenas, una de las cuales nació en la cárcel, Lucía Moura. La otra pequeña había quedado con mis suegros, a la edad de diez meses.
Mi mamá, Reina Diez, había sido decana de la Facultad de Humanidades, era militante de Derechos Humanos (DDHH) y Madre de Plaza de Mayo, así que todos nos conocían, sabían que yo salía de la cárcel y que mi mamá estaba esperándome. Salí y fui a vivir con mis dos hijas a una casita situada en 6 y 80, en la ciudad de La Plata. Era una casa muy humilde que tenía mamá.
Aunque los organismos y mi madre -con su magra jubilación- nos ayudaban, tenía que ganar algún mango para sostenernos. Así que trabajé en casa de familia y vendía productos Avon. En el ’83 estuve en el jardín maternal Burbujas, junto con Magdalena Romanuck, Cristina Gioglio -que ya no está con nosotros- y algunas otras compañeras que vinieron del exilio. No nos daba mucho que digamos pero bueno, algún dinerillo entraba y con las fiestitas infantiles también. Además, sábados y domingos vendíamos muñecos que hacía una cuñada, en la Plaza Italia. O sea que trabajábamos de lunes a lunes pero éramos muy felices, muy felices.
A pesar de estar con libertad vigilada me incorporé de inmediato a Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas de La Plata, que era y es una organización muy interesante: siempre planteó la identidad política de los detenidos desaparecidos, siempre reivindicó la lucha revolucionaria y siempre tuvo políticas de alianza muy amplias.
En Familiares conocí compañeros que me hacían acordar a los compañeros de antes, en el buen sentido, en el compromiso, en la solidaridad, en la calidez y en hacer de la militancia una forma de vida. Compartíamos momentos muy alegres, ahí conocí a quien fue luego mi compañero, Eduardo Schaposnik, el Sapo, con quien al año siguiente me casé. Él también había estado preso. Con su niña que trajo de Venezuela y mis dos Moura, Clarisa y Lucía, armamos una familia que se agrandó con la llegada de Griselda y Rubén.
Eduardo tenía interrumpida su carrera de medicina pero se hizo carpintero, porque cuando era chico su papá le había enseñado carpintería. Fue carpintero durante muchos años. Mientras tanto yo retomé la carrera de psicología y me recibí en el ’89.
Uno de los grandes logros de Familiares fue crear el Taller de la Amistad en el año ’80. Yo estaba detenida y mis chicas, a través del vidrio del locutorio, me hablaban de un lugar y de unos muchachos. No tenía un nombre, era como un secreto entre ellas, mi mamá y yo, digamos. Cuando salí, me llevaron a ese taller que después del ’84 se llamaría Taller de la Amistad. Así le pusieron los niños, les niñes, como dicen ahora.
Comenzó siendo un grupo de jóvenes, estaban Remo Carlotto, los hermanos Bellingieri, Etna Richetti y Ethel. Un montón de gente de Familiares, de Madres de Plaza de Mayo y principalmente HijosHijos e hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio, organización de DDHH de Argentina, creada en 1995 por hijos e hijas de desaparecidos. En la actualidad presenta más de dos mil integrantes. y hermanos de desaparecidos que comenzaron a preguntarse qué sería de esos niños y niñas que eran bebés al momento del secuestro y la desaparición de sus padres que quedaron con vecinos, tíos, amigos o abuelos. Al principio recorrieron las casas e hicieron un relevamiento de los niños y, entonces, salían todos los sábados a algún lado.
Por supuesto que me incorporé al taller. Recuerdo que no teníamos local, hacíamos encuentros en las quintas que rodean La Plata. Había una que nos prestaba una de las Madres -Salomone de apellido- ahí sí nos escapábamos un poquito de la vigilada. Eso siguió para nosotros como lugar de trabajo. Creamos una cooperativa que era un jardín maternal y casita de fiestas. Años más tarde entré a trabajar en Minoridad.
Tengo que decir que fui muy feliz en la militancia y fui muy feliz en la cárcel, aunque parezca una locura, a pesar de los dolores, el extrañamiento, el estar separados de los chicos que era lo que más nos dolía. Nos costaba que los chicos crecieran sin nosotros. Y fui muy feliz después, en el Taller de la Amistad, porque los chicos ¡tenían una fuerza, una polenta! ¡Tenían una potencia!
Al taller venían algunos chiquitos que estaban bloqueados, que no podían aprender a leer y escribir, chicos que no podían jugar ¡Chicos que no podían devolver una pelota! Cuando uno le tiraba la pelota, para que después la devolvieran ¡no podían hacer ese ida y vuelta!
Venían chicos de sus casas, diciendo que sus papás estaban de viaje. Nosotros nunca desmontamos brutalmente semejante “no verdad”, no, nunca, nunca jamás. La iban desmontando entre ellos mismos, entre los chicos, porque el mismo niño que te decía “no puedo ver a mis papas porque están viajando” los dibujaba muertos, en el piso y sangrando, por ejemplo. Hicimos campamentos, teatro, viajamos y fuimos al mar.
Llueva, truene o caigan sapos de punta el Taller de la Amistad siempre se abría los sábados. Esa continuidad permitió que los chicos y los familiares, pero los niños principalmente, fueran historizando, construyendo una historia, construyendo un texto, construyendo algo que les permitiera un cuerpo, que les permitiera, por ejemplo, un día ¡devolver la pelota! No lo voy a olvidar jamás, si tengo que sintetizar al Taller de la Amistad lo hago en una imagen: la de Pablo, un tallerista del Colegio Nacional, un chico de diecisiete o dieciocho años que todo el tiempo le tiraba la pelota a un chiquillo de apellido Reboledo. Se la tiraba y no obtenía nada y un día ¡se la devolvió! Y yo lo pude ver, lo vi con mis propios ojos, era el logro máximo. Eso era el Taller de la Amistad, que ese niño aprendiera a jugar, que aprendiera a ser niño, que pudiera ser niño, que a pesar de que se llevaron a su papá y que su mamá quedó sumida en una profunda depresión, él pudiera ser un niño que jugaba a la pelota.
El Taller de la Amistad existió desde el año ’80 hasta el ’95, cuando surgió HIJOS a nivel nacional. Por supuesto, muchos de los chicos del taller se incorporaron. El nuestro no fue el único. También estaba el taller del padre Bonfanti, en Floresta, el Taller Intihuasi, en Santiago del Estero y con la gringuita Chávez y otras compañeras, el Taller Julio Cortázar, en Córdoba, y el taller Había una Vez, de Santa Fe.
El Taller de la Amistad, para mí, fue una expresión de poder, con minúsculas y con mayúsculas ¿no?, una expresión de construcción de poder. Fue una experiencia maravillosa.
Etiquetas: ACTIVIDAD COMUNITARIA, DERECHOS HUMANOS