Sofía D’Andrea
Mendoza, Argentina
En 1986 me radiqué en Mendoza. Un mes antes de morir, mamá vino a conocer mi nueva casa y a visitarme por única vez. Reclinada sobre la máquina de coser me reprochaba porque las organizaciones de mujeres, de las que yo formaba parte, bregábamos por el cupo femenino del 30 por ciento para cargos electivos. Según ella debíamos reclamar el 50 por ciento, esa era la cuota que nos correspondía por ser la mitad de la población. Tres semanas después murió.
Mi madre era socialista y feminista desde su juventud. Su legado fue la piel erizada cada vez que menoscababan a alguna mujer o pretendían avasallar sus derechos. Con ese mandato y el repiqueteo constante de mi papá renegando por la proscripción del peronismo, lo primero que se me ocurrió fue volcarme a la militancia en pos de la liberación nacional y el socialismo. Mi condición de mujer permaneció acallada. Después, llegó el descalabro.
Los ’80 fueron un renacer. Fortuitamente, a poco de desembarcar en Mendoza, fui invitada a integrar el Grupo Ecuménico de Mujeres, cercano al Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH). Desde ese espacio iniciático me incorporé a distintas colectivas e ininterrumpidamente formé parte del movimiento de mujeres que ya empezaba a agitarse a través de los primeros encuentros nacionales.
En aquellos años y en esos espacios convergimos varias militantes de las organizaciones de los ’70 como si nos convocara el halo renovador de nuevas quimeras. Ahí nos conocimos y reconocimos trazando el vínculo que tres décadas después nos sigue hermanando. En el nuevo tiempo caí en los brazos del feminismo puro y duro. Me siento fiel integrante de ese movimiento y me reconozco en las calles, en medio de los gritos disruptivos, dispuesta a romper barreras y guerrear contra el patriarcado y la cofradía de los machos. Me uno al ímpetu de las pibas que hoy hacen punta contra cualquier emblema del poder masculino mientras dibujan el horizonte feminista y anticapitalista.
Un extraño silencio
Muchas veces me pregunté qué me pasó a mí -cría de una feminista- y qué nos pasó a Nosotras que luchando contra toda forma de opresión ignorábamos la propia, a pesar de que dimos atenta lectura a libros como El Segundo Sexo de Simone de Beauvoir, capaz de encender la chispa.
¿Qué les sucedió a esas jóvenes libertarias y justicieras de los ’60 y ’70? Las mismas que le dimos la espalda al estereotipo de mujer tradicional consagrada al hogar y a su familia, las que abrazamos banderas y gritamos con furia en cualquier ciudad argentina y las mismas que nos atrevimos a disfrutar de nuestra sexualidad sin atavismos.
No nombramos al patriarcado ni cuestionamos los privilegios de nuestros compañeros por ser hombres. Nuestras organizaciones se encargaron de soterrar las asimetrías en razón del género y ni qué hablar de las disidencias. Para justificar la desigualdad quedó cristalizado el argumento que colocaba al capitalismo como único responsable de toda forma de opresión. Por ende, con la revolución social, llegaría la liberación femenina y el tema quedaba cerrado. Si alguna de nosotras se animaba a tomar tan solo un renglón del feminismo llegaba la implacable sentencia de que sosteníamos “ideas pequeño burguesas que nos desviaban de la contradicción principal” con el agregado de “ajenas al pensamiento nacional” si se trataba de organizaciones peronistas. Nosotras consentimos arbitrariedades sin percibirlas o acallándolas.
Criada en afinar el ojo para observar el ejercicio del poder en manos de los varones, podía advertir que para nuestros compañeros las mujeres valiosas, dignas de ser escuchadas y de ocupar lugares estratégicos, eran quienes integraban el aparato militar. De no ser así, las militantes quedaban generalmente invisibilizadas. Los varones no tenían oídos para nuestras posiciones o eran subestimadas por provenir de una mujer. Ni qué decir si éramos madres. Como si parir o tener un hije colgado de la falda nos hubiese impedido pensar y diseñar política. Me consta que muchas compañeras audaces, lúcidas y capaces fueron anuladas por su compañero y recluidas al cuidado de la descendencia común.
Tal vez embarcadas en la Revolución, pensarnos era demasiado pedir… o nos faltó ese toque de audacia inspirador que pusiera en cuestión las relaciones de género mientras perseguíamos, ayer como hoy, el sueño eterno de la transformación social.
Todavía estamos a tiempo. Las nuevas generaciones de mujeres que estallan el espacio público consagran el triunfo del feminismo como parte de cualquier cambio social profundo. Pertenecemos a una genealogía de mujeres rebeldes, descendencia de brujas y guerreras nacidas de una marea roja que deviene en verde al impulso de les pibes que arremeten contra el sistema patriarcal. Nos invita el rumor que se hace grito cada 8 de marzo y entre la multitud de figuras redondas nuestro cuerpo se aliviana.
Llegó la hora de renovar consignas y banderas. Y allí vamos, fuertes, estremecidas y un poco locas ganado las calles con las canas al viento.
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