Ana Cavadini
La Falda, Córdoba, Argentina
Los comienzos no fueron fáciles al salir en libertad: mi compañero continuaba desaparecido y volví a vivir con mis padres y mi hijo de cinco años en un pueblo del norte santafesino. Allí busqué trabajo para mantenerme y, en paralelo, cursé una carrera terciaria de Administración de Empresas con la idea de mejorar mis ingresos.
La sensación de estar acotada, tanto económica como intelectualmente, me hizo tomar la decisión de trasladarme a Rosario para estudiar Farmacia. Fui apoyada decididamente por mi padre, mi madre había fallecido anteriormente.
Así lo hice. Me fui a vivir a Rosario con mi hijo y a través de la Iglesia Evangélica Metodista conseguí una pensión donde vivir. Con el apoyo de algunos compañeros logré un trabajo que me permitió cursar la carrera elegida. Durante ese tiempo pude formar una nueva pareja y recibirme de farmacéutica.
Eran tiempos del alfonsinismo, corría el año 1988, y por razones laborales decidimos trasladarnos a una localidad del noroeste cordobés. Abracé la profesión con mucho entusiasmo, con el imaginario de que la misma me permitiría cumplir una función social.
El primer choque vino de la mano de la disociación entre lo estudiado y la realidad que, según mi criterio, en demasiadas oportunidades no tienen nada que ver con lo que hace al cuidado de la salud. Así es como fui buscando otras maneras de ejercer mi profesión integrando los nuevos enfoques de las medicinas alternativas. Me especialicé en homeopatía, naturismo, preparados magistrales y terapias florales.
Con ese norte, abrí mi propia farmacia y trabajé haciendo foco en la atención personalizada del paciente, tratando de desterrar la automedicación y ofreciendo alternativas que posibilitaran el restablecimiento de la salud de una manera mucho más consciente. Tuve la ventaja de que en la zona había médicos con esa orientación y trabajar con ellos fue una experiencia muy interesante.
A los tres años de tener la farmacia un hecho nos conmocionó: sufrimos un robo total, un vaciamiento repetido en esos momentos por la existencia de un mercado negro de medicamentos y posibilitado por drogueros y farmacéuticos inescrupulosos que canalizaban esa mercadería en otras provincias. A pesar de haber entregado pruebas a la Justicia, jamás logramos que se investigara nada.
Dudé de continuar con la farmacia porque el golpe había sido muy duro, pero la solidaridad de la gente del barrio, que nos ofreció dinero, dólares, y hasta la escritura de una casa para salirnos de garantía, pidiéndonos que continuáramos, me decidió a seguir. Tengo un recuerdo muy gratificante y de mucho agradecimiento a quienes nos impulsaron a hacerlo.
Respondiendo a la visión integral que siempre tuvimos, trabajé gremialmente en el Colegio de Farmacéuticos de la provincia de Córdoba tratando de dar a nuestra profesión el enfoque de ser un agente de salud al servicio de la comunidad y no un comerciante dispensador de medicamentos.
A fines de la década del ’90 participé de una hermosa experiencia: el Club del Trueque. Como todos conocen, se armó con integrantes de la comunidad una propuesta sobre la base de la ética, los valores y la solidaridad. Fue algo sumamente rico, reconfortante a nivel humano, ser parte de un mercado paralelo basado en la confianza, donde el otro te ofrece lo mejor de él, a precio razonable y donde desterrábamos el acaparamiento y la individualidad para empezar a pensar en el de al lado.
También fue formativo, dado que contábamos con charlas de bromatología que nos daban criterios que nos quedaron para siempre. Un estado asambleario para discutir los problemas en comunidad, con representaciones teatrales y hasta talleres de danza que hacían al esparcimiento al finalizar las ferias.
Pero lo más trascendente que me ocurrió en esta etapa fue participar, junto con mi familia, de los juicios de Lesa Humanidad, Procesos judiciales contra los militares de la última dictadura cívico militar por violaciones a los DDHH, iniciados a partir del gobierno del presidente Néstor Kirchner en 2003. por la desaparición forzosa de quien fuera mi esposo y compañero Mario Osvaldo Marini.
Por un lado, fue muy sanador, muy reparador para mí, mi hijo y mis cuñados poder reclamar justicia a los poderes del Estado, ser escuchados y obtener la primera condena a cadena perpetua en Santa Fe al coronel José María González, primer interventor de la provincia al inicio de la dictadura.
Por otro lado, posibilitó el reencuentro con compañeros y amigos, a quienes agradeceré por siempre el esfuerzo realizado para lograr esa condena, pero que además me demostraron que hay cosas que no cambian, que se mantienen en el tiempo y que nos dan fuerzas para seguir peleando para hacer realidad esa consigna de MEMORIA, VERDAD Y JUSTICIA.
Finalmente, este juicio no solo fue reparador, por la justicia que entraña, sino porque también nos permitió mirar el futuro con otros ojos, con un sentimiento de gratitud y con el firme convencimiento de que un mundo mejor es posible.
Etiquetas: DERECHOS HUMANOS, SALUD