Sara Ponce
Bahía de San Francisco, California, Estados Unidos
El 28 de febrero de 1980 viajaba desde Buenos Aires hacía Oakland, California, en un avión de Pan Am. Viajaba a mi exilio después de haber estado detenida por razones políticas durante cuatro años, ocho meses y quince días.
No conocía a nadie en Estados Unidos, un lugar al que siempre había culpado por la miseria económica y política de mi país. Viajaba sola, aterrada, pensando qué haría cuando el avión aterrizara. Fue grande mi sorpresa cuando vi que en el aeropuerto me estaban esperando unas quince personas: algunos compatriotas que formaban parte de un comité de refugiados argentinos, y también norteamericanos que representaban a la Cathedral de Oakland y a una iglesia bautista. Estas iglesias habían prometido al comité que me ayudarían económicamente hasta que pudiera sostenerme por mí misma y así lo hicieron.
Dos meses después de mi llegada, arribó Miguel -mi compañero- que también había estado preso por aproximadamente cinco años en distintas cárceles argentinas. Otro exiliado. Nos costaba entender el nuevo mundo, no comprendíamos el idioma ni la cultura. Aunque había estudiado inglés, no encontré demasiada utilidad y lo único que quería era volver a Argentina.
La gente de las iglesias nos ayudó mucho y nos donaron cosas para la casa porque no teníamos nada. Una señora nos regaló absolutamente todo lo que tenía en su casa: una cama, muebles para el comedor, sábanas, colchas, lámparas, un televisor. En fin, todo lo que tenía en su casa. Nunca quiso que le diéramos las gracias. Todo lo que teníamos doble, lo repartíamos entre otros refugiados argentinos que estaban en las mismas condiciones que nosotros.
En el área de la Bahía de San Francisco, California, había un grupo importante de refugiados argentinos. La mayoría había llegado de las cárceles; otros, se habían auto-exilado porque corrían peligro de muerte en Argentina. Todos estábamos con la angustia de haber dejado a la fuerza nuestra tierra , a nuestras familias y a nuestros compañeros que aún seguían presos por la dictadura. Hubo mucha solidaridad entre nosotros, mucho cariño. Esto fue vital para todos. Fue un tiempo de mucha actividad política con otros grupos de refugiados de Latinoamérica.
Desde el comienzo, tuvimos muy buena relación con las dos parejas que representaban a las iglesias que nos ayudaban. Dorothy y Russ Irwin pertenecían a la Iglesia católica y fueron los abuelos de nuestros hijos Matías y Mariana. Pasaban un día a la semana juntos, aprendiendo la cultura norteamericana, el dominio del inglés y la forma de celebrar las fiestas culturales. Dorothy y Russ no tenían hijos, así que se volcaron de lleno a sus nietos. Creamos una relación muy fuerte con ellos. Carol y Fred Steven eran parte de la Iglesia bautista y llegaron a ser muy buenos amigos nuestros.
A los pocos meses de haber llegado, ingresamos en un programa que nos pagaba para aprender inglés: un programa federal que no solo enseñaba el idioma sino que también buscaba trabajo para los estudiantes, que eran todos inmigrantes. Para mí, encontraron un puesto de maestra preescolar en una escuela pública bilingüe (español-inglés). Allí empecé como asistenta de maestra. Después, tras graduarme de maestra preescolar en la universidad, ejercí como docente. Mis alumnos eran latinos. La mayoría, hijos de inmigrantes venidos de México o de Centro América. Los padres trabajaban largas horas y eran de escasos recursos.
Desde mi posición de maestra, comprendí el enorme poder que tenía con estos niños y sus familias. Entonces, tomé la responsabilidad de dedicarme a ellos de tal manera que mis niños pudieran alcanzar el mismo nivel de conocimientos que los de mayor status social. Varias veces el distrito escolar al que pertenecíamos intentó vender los terrenos donde estaba la escuela; por eso, algunos maestros organizamos a los padres, hicimos carteles y llenamos el edificio protestando. Siempre tuvimos éxito.
Yo quería ser abogada y los militares me lo impidieron. Había ido a la Facultad de Abogacía en Santiago del Estero durante seis años, y me faltaban dos materias para recibirme en ese momento. No podía volver a la Argentina porque los militares aún estaban en el poder. Entonces, mis padres me mandaron los libros que necesitaba y, cuando tuvimos un gobierno constitucional, volví al país a rendir las dos materias. Finalmente, me recibí de abogada.
Tuve que revalidar el título en California -donde vivía- y fue una tarea ardua: necesitaba estudiar más de diez materias en inglés. Y lo tenía que hacer sola, en mi casa. Me acuerdo que después que compré los libros, abrí uno para empezar a estudiar y no entendía el significado del título. Busqué en el diccionario pero no estaba la palabra y me desesperé ¿Cómo iba a aprender todas estas materias si no sabía ni siquiera el significado de las palabras legales en inglés?
Me costó mucho revalidar mi título porque trabajaba seis horas por día en la escuela y tenía dos hijos de edad escolar. Pero Miguel, mi querido compañero, me apoyó en todo y pude lograr el título en California. Como abogada, también trabajé con la comunidad latina y tuve muchos clientes que venían de la guerra de El Salvador. Mi especialidad eran las leyes inmigratorias y la tarea era conseguir visas para que mis clientes pudieran vivir legalmente en los Estados Unidos.
Podía comprender perfectamente a cada cliente, porque también era inmigrante y llegué a Estados Unidos después de vivir una situación extrema. Pero las experiencias de estas personas eran tan terribles, habían pasado por tanta opresión y sufrimiento que a veces sentía ganas de taparme los oídos y pedirles que se callaran. De todos modos, me dio mucha satisfacción trabajar con mi gente y ayudarlos a legalizarse para que puedan conseguir mejores trabajos y tener derechos sociales.
Ahora estoy jubilada y me dedico a ser plenamente feliz. Tengo cuatro nietos: dos niñas, Dani y Valencia; y dos niños, Augustus y Emiliano. Mis hijos y mis nietos viven a pocos minutos de nuestra casa y nos vemos todos los días. Tengo una hermosa relación de cuarenta y un años con Miguel y también con mis hijos ¿Qué más puedo pedirle a la vida?
¡Aprendí tanto de esta experiencia de vivir en un país diferente al mío! Vine con rencor y odio hacia esta sociedad que, desde mi punto de vista, elegía gobernantes que oprimían política y económicamente a la Argentina. Poco a poco, me di cuenta que aquí también la gente tiene que elegir entre dos males a la hora de votar, que hay clases sociales cada vez mas diferenciadas entre sí, que hay pobreza y que la mayoría quiere vivir en paz.
Nunca me aparté de mi convicción de estar siempre al lado del explotado y del que sufre injusticias. Cuando llegué, no sabía que aquí también hay personas con esas convicciones. Participé en huelgas, demostraciones, denuncias, peticiones junto con gente de otros países y nativos. El ansia de los pueblos por alcanzar sus derechos no tiene fronteras.
Le doy gracias a la vida por haberme dado tan ricas experiencias. Puedo decir: vida nada me debes, estamos en paz.