Aída Graciela Schtutman
Quilmes, Buenos Aires, Argentina
Prohibido como toda artesanía. Era un pequeño puño tallado en un hueso del tamaño de mi uña del pulgar, extraído de un caracú rescatado de la sopa grasienta que era nuestra comida carcelaria. Lo hice con la ilusión de entregarlo, algún día, a mi compañero, mi amor, preso también.
El puño representaba nuestra lucha revolucionaria, la certeza de otro mundo posible, justo, fraternal, solidario, con relaciones humanas igualitarias e impregnadas de lealtad.
Cavé un pocito al pie del marco de la puerta de mi celda, lo cubrí con tierra a pesar del riesgo de las continuas requisas y, por suerte, “el peligroso objeto subversivo”, el huesito, no cayó. Permaneció allí varios años hasta que por fin pude dárselo a mi madre para que lo guardara y, al salir en libertad, fue mi regalo emocionado.
Construimos un hogar, tuvimos dos hijas. Tiempo después, el amor llegó a su fin pero sin respeto a nuestros principios, sin hablar de frente: llegó teñido de traición. Entonces, colgué el huesito con un cordón de su cuello, justo sobre su pecho, para que no se olvidara.
Después de treinta años, cuando volvimos a vernos, le pregunté el porqué de su deslealtad. Me dijo que no se acordaba. Entonces, sentí que su memoria también me traicionó.
Yo elijo recordar. Para seguir construyendo empecinadamente el mundo que soñamos, también es imprescindible la memoria.
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