Bonaerenses

La clase en la calle

Patricia Borensztejn

San Fernando, Buenos Aires, Argentina


Durante veinticinco años fui profesora en la Universidad de Buenos Aires (UBAUniversidad de Buenos Aires. Universidad Nacional pública. Fundada en el año 1821. Es la mayor Universidad del país y está considerado uno de los centro más prestigiosos de América. ). Desde 1992 a 2017, año en que me jubilé. Recuerdo que los primeros sueldos que cobraba en una oficina del pabellón 2 venían metidos en una bolsita de papel y hasta incluían moneditas. Algo que siempre me impactó a mi vuelta al país, en 1992, y en particular, al pabellón 1 de Exactas, era lo poco o nada que había cambiado todo en veinte años. Es otra historia esa, pero sí, yo volví a Exactas, después de veinte años. Y las paredes, las goteras, todo estaba donde yo recordaba haberlas dejado. Todo, menos las personas. 

Durante esos veinticinco años recuerdo pocos períodos sin paros docentes. Los paros podían ser más o menos importantes. Pero siempre nos caía alguno, o más de alguno, en el medio del cuatrimestre. “A la UBA no vayas”, aconsejaban los padres pudientes a sus hijos. “Esos viven de paro en paro. No tenés nunca clases. No se aprende nada”, decían. Nosotros, los docentes, lo manejábamos como podíamos. Necesitábamos cada una de las horas de clase para lograr llegar al fin del cuatrimestre. Así que, si el paro no era demasiado importante -“defina importante”, me diría mi amigo del sindicato mandábamos un mail a los alumnos diciendo que apoyábamos -siempre, siempre, siempre- la medida de fuerza pero que iríamos a clase. Y otra vez, según la importancia del paro -“defina importancia”, otra vez me decía mi amigo sindicalista- dábamos clase después de enunciar los motivos de la medida o bien no dábamos clase y hablábamos de la situación. Los alumnos, por su lado, también lo manejaban como podían. Algunos, al recibir el mail ya ni siquiera se acercaban a la facultad. Pero otros sí, por si había clase. Y otros también sí, porque se sentían parte del conflicto. Algo que siempre nos sucedía al grupo de docentes de mi materia es que siempre, siempre, siempre estábamos de acuerdo. Nunca una grieta, ni siquiera pequeña. O sea, el mail que mandábamos a los alumnos siempre era de todos. Eso cuenta. Éramos un bloque. Desorganizado un poco, pero bloque al fin ¿Verdad muchachos?

Pero el punto de hoy es esa foto, la foto de la clase en la calle. Obviamente ese era un paro muy importante. Y se decidió que aquellos docentes que quisieran podrían dar clases públicas en las calles. Había que avisar si uno quería participar. Ellos, los jóvenes, se encargaban de todo: llevaban los pizarrones y los megáfonos, los marcadores y los micrófonos. Los profesores teníamos que convocar a nuestros alumnos y, claro que sí, dar una verdadera clase. La que tocaba. Como si nada ¿entendés? pero en medio de la calle. 

Yo dije que sí en al menos dos oportunidades que recuerdo. Y la de la foto fue una de ellas. Recuerdo que ese día fui directo de casa a la city porteña sin pasar por Ciudad Universitaria. Dejé el auto en algún estacionamiento de la zona y entré a un bar a tomarme un café. Aún era temprano para la cita, tenía tiempo para repasar mi clase. Sabía que no iba a ser fácil. Tenía dos preocupaciones: una era si mis alumnos iban a venir y la otra era más difusa y me remitía a otros tiempos, de más represión. Estaba claro que iba a hacer algo prohibido. Otras sensaciones se mezclaban con el café. Ya no eran los nervios habituales de… ¿me saldrá bien la clase? Entendí entonces que no estaba nerviosa. Tenía miedo. 

Cuando se hizo la hora, pagué el café y me fui caminando hacia Económicas, que era la Facultad frente a la que se armaba todo. Cuando llegué, vi los autos moviéndose por la avenida Córdoba, los semáforos pasando del rojo al verde y la gente cruzando la calle, los colectivos deteniéndose en las paradas, todo normal. Todo menos esas camionetas que estaban deteniéndose en la mitad de la calle cortando el tránsito y esos chicos que se ponían a desviar los autos y ya estaban instalando los pizarrones en la zona que quedó libre de vehículos. “Profesora, profesora ¿nos ponemos aquí?”. Y sí, se armó mi clase. Los chicos, mis alumnos, estaban sentados sobre el pavimento de la calle Córdoba. La pizarra frente a mí. Del otro lado, la otra profe y sus alumnos. Las dos espejadas. En un instante estuve ahí, dentro de algo como una burbuja que me protegía. Ya no tenía miedo. Empecé a dar mi clase dentro de esa burbuja. Y ahí, en ese preciso instante, alguien tomó esa foto. 

La clase la recuerdo como una de las mejores de ese curso. Expliqué todo sin una hojita de papel que me ayudara. La información fluía de mi cabeza con una concentración pasmosa. Perfecta. Mis alumnos sobre el pavimento tomaban apuntes ¡Maravillosa burbuja!

¿Saben qué es la burbuja? La burbuja es la lucha y los que la hacen posible. El que ha luchado lo sabe. Durante los veinticinco años en los que fui profesora en la UBA, con esos paros, algunos más activos que otros, otros más exitosos que algunos, se consiguieron muchas cosas ¡Cómo no recordar cuando nos quitaron el trece por ciento de nuestros sueldos!, cuando la mitad de lo que cobrábamos era en negro, o sea que nunca te ibas a jubilar con esa plata. Cuando los sueldos eran tan bajos que a los cargos de menor categoría no les alcanzaba para pagar el colectivo a la ciudad todo el mes -aunque igual venían-, cuando miles de cargos eran ad honorem pero igual venían a dar sus clases ¡Cómo no recordar los paros! Y los que empujaban para que estuviéramos aunque sea, un poquito mejor.

Eso es la burbuja. No se ve en la foto, pero se siente. Yo la siento. 

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