Navegando el Paraná

La decisión

Stella Maris Vallejos

Santa Fe, Santa Fe, Argentina

No recuerdo con exactitud la fecha, sí el momento. Era un reclamo de justicia por el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas(1961-19997). Reportero gráfico y fotógrafo brutalmente asesinado en 1997 luego de haber publicado una foto de Alfredo Yabrán, poderoso empresario ligado a negociados del poder político.. Corría el verano de 2007, el presidente era Néstor Kirchner. Estábamos en la Plaza del Soldado y se acercó una querida compañera para consultarme si quería organizar la sede del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) en Santa Fe, un cargo nacional. 

Acepté. En esos intensos años trabajé 24 horas por 24 horas. El tiempo no me alcanzaba y siempre llegaba tarde. Mi pequeño equipo de trabajo, todas/os muy jóvenes, me organizaban la agenda pero no había caso. Me sumergía en la reunión -literalmente me sumergía- y entre una cosa y otra, al siguiente encuentro llegaba como mínimo 30 minutos tarde.

Fue un inmenso aprendizaje para quienes integramos la delegación ir a los barrios, a las escuelas, a los gremios y recorrer la provincia de forma tal que nos fuimos convirtiendo en un organismo de referencia para la gente y de puente con los gobiernos. 

Mi aspecto personal no siempre se correspondía con el estereotipo de funcionaria nacional. Mi hija o Pauli, la abogada, me acompañaban a comprar ropa cuando tenía que entregar o recibir un reconocimiento o asistir a la apertura de algún ciclo. O algo. Ropa sencilla y linda. Aún la conservo.

Todo en mi vida es durable: desde marido -treinta y cuatro años compartidos de sábanas y mantel- hasta la ropa. El problema es que mi cintura se fue quién sabe dónde y, como me resisto a regalarla, está esperando el milagro de que pueda lucirla nuevamente.

Vuelvo a mi aspecto. Limpia, tal como me enseñaron en casa: “pobre pero limpita y siempre prolija”. Mi rutina comenzaba muy temprano con una ducha con lavado de cabeza incluido, la única forma de estar bárbara y sentirme bárbara. Miradita en el espejo del baño, y un día descubrir algo poco prolijo: ¡canas! Cabellos blancos en las patillas, una zona que no se puede ocultar fácilmente. No me gustó, no me gusté. Me puse chinchuda. Mi madre, muy coqueta, contaba que todos los Vallejos tenían la cabeza blanca desde jóvenes. Así que a mi agenda se sumó ¡la tintorería! o sea, ir seguido a la peluquera. Era una santa a quien sus clientas le provocábamos estrés. No debe haber peor trabajo en el mundo que ese, acertar con el “color” y con el “corte”. Hecho el corte, no hay vuelta atrás, solo esperar que el pelo crezca. Por suerte crece. Pero en el momento de pasar pincel, o con la tijera en la mano, su cara se tensaba. Mi profundo reconocimiento a todas las peluqueras del universo, un abrazo sororo a ellas.

Esperar que el producto hiciera su efecto me generaba impaciencia, una hora como mínimo con la cabeza envuelta en cofias y toallas. Así que llegamos a un arreglo: ella me colocaba el producto y yo me cruzaba a casa, ya que somos vecinas. Más de una vez ocurrió que justo llegaba alguien a charlar y me encontraba con la cabeza embadurnada. Pero lo más desagradable era el olor del producto, penetrante y feo.

Y las canas parecían enloquecidas, me provocaban, no se rendían. Al poco tiempo volvían a saludarme desde el espejo del baño. Llegó un momento en que tenía que ir a la peluquería una vez a la semana. Entonces tomé la decisión del año, del siglo, de mi vida: dejar que las canas hicieran lo que quisieran.

Dije ¡Basta! ¿Acaso las feministas no peleamos contra estereotipos y mandatos? Así que lo conversé con quien fue mi mentora, feminista de la primera ola, y ella me dijo: “Bien Stellita, vemos cómo te queda a vos y a lo mejor yo tome coraje”.

Cuando una vecina de mi madre me vio dijo: “¡Cómo debe estar tu mamá de mal de verte tan abandonada!”. Fui incapaz de reaccionar rápidamente, no pude contestarle, no me salió nada.

Aunque usaba el cabello muy cortito llegué a tener tres colores. 

Finalmente acá estoy, con cabello entrecano. Me sigo bañando al despertar pero ya no tan temprano. Me observo desde el espejo y me río al recordar cuando me preguntaban: “¿A qué peluquería vas que te hacen claritos tan perfectos?”.

No respondo ¡Sonrío! 

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