Andes, Pampa y Patagonia

La memoria iluminada

Inés Lugones

San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina

“¿Ves? Aquí está la prueba ¡Nunca pudieron con tu libertad!”.
Koly Bader.

La sensación de peligro inminente que me acosaba se hizo certeza cuando en abril de 1978 fuimos detenidos, secuestrados y trasladados ilegalmente a un centro de detención en Argentina. Estábamos en Paraguay escapando del Operativo Independencia instrumentado desde el año 1975.

Era la Operación CóndorCampaña de represión política y Terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos, que incluía operaciones de inteligancia y asesinato de opositores. Fue implementada en 1975 por las cúpulas de las dictaduras cívico militares en el Cono Sur. El gobierno de Estados Unidos proporcionó planificación, coordinación, formación sobre la tortura, apoyo técnico y suministró ayuda militar.. Stella Calloni escribía en su libro Operación Cóndor:

“(…) En una reunión de 1978 se intercambiaron datos sobre ‘elementos subversivos y organizaciones’. En un listado secreto figuraba ‘la banda de delincuentes subversiva Montoneros’ que el 11 de enero de 1978 fueron ‘expulsados’ de Paraguay. En otra lista con fecha 11 de mayo los ‘expulsados’ eran: Oscar Ricardo Bader e Inés Delvalle Lugones, quienes fueron puestos a disposición del jefe del área 234 de Formosa, Argentina, por ‘estar seriamente comprometidos en actividades subversivas'(…)”.

Luego de dos meses en condición de desaparecidos fuimos trasladados a una comisaría de la provincia de Buenos Aires. Allí nos tuvieron ocho meses, con el Mundial de Fútbol en el medio. Luego, nos trasladaron a la cárcel; en mi caso, a Devoto.

El 1 de Julio de 1981 salimos al exilio a Alemania Federal. La opción -forzosa- para salir del país significó la posibilidad de libertad y reencuentro familiar con nuestras hijitas, Paula y Romy, de seis y cinco años respectivamente, y mi compañero ¡La vida misma!

Siempre pienso, desde mi experiencia, que el exilio significó desandar de a poco, y menos traumáticamente que las compañeras que salían en libertad vigilada, el síndrome pos traumático del terrorismo de Estado.

Cruzarse en las calles de sus ciudades o pueblos con los represores o ir hasta una comisaría a registrar su permanencia en el lugar debe haber sido muy difícil.

Regresar del exilio a fines de 1984, para Navidad precisamente, fue un hecho extraordinario y conmovedor para mí y para toda la familia. No estaba totalmente convencida del regreso, aún había una disputa interna entre mis deseos de volver y el temor.

Habíamos decidido que el regreso iba a ser a Tucumán y no a Santiago del Estero, provincia de origen. Las razones de la elección estuvieron directamente relacionadas con las posibilidades laborales en razón de que la familia de mi compañero se había afincado allí e íbamos a tener más chances de trabajo.

Decía que la “opción forzosa” de salir del país significó el reencuentro familiar, “achicar” esos tres años de separación con las niñas. Volver a empezar en aquel punto que dejamos. En Alemania conocimos gente hermosa, los compañeros argentinos, chilenos, uruguayos y colombianos, todxs trabajando desde distintos espacios la solidaridad y la denuncia de lo que pasaba en América Latina.

Paralelamente tuvimos que aprender el idioma, las costumbres y la idiosincrasia de un país anglosajón que poco tenía de mi Santiago. La hermandad construida con los compañerxs hacía todo más llevadero en la lejanía de la patria. Mientras criábamos a nuestras hijas vino nuestro tercer hijo, en agosto de 1982. El nacimiento de Emiliano significó concretar el deseo interrumpido cuatro años atrás. La alegría fue desbordante, profunda, casi que no la puedo manifestarlo en palabras. Por protocolo del sistema de salud alemán mientras estuve internada -siete días- solo podía visitarnos el padre ¡Fue toda una ingeniería montada con los compañeros que estuvieron acompañando el suceso, para contener a las niñas el deseo de ver al hermanito y esperar todos esos días!

La vuelta al país tuvo, a la par de la alegría del regreso, un desgarro más. Despedirme de entrañables amigxs y compañerxs que quizás no volvería a ver. Lloré tanto o más que cuando tomamos el avión rumbo a Frankfurt, lugar donde vivimos. Cuando fuimos al exilio dejábamos nuestra familia y la patria. Pero era tan grande la alegría de estar de nuevo juntxs que atenuó el dolor de la partida y la incertidumbre de no saber cuándo íbamos a volver.

El regreso fue el 24 de diciembre de 1984. Al mediodía, con el calor tucumano húmedo al extremo, que se percibía hasta en las sábanas de nuestras camas. Sensación rara esa primera noche en Tucumán. Extraña sensación de “provisoriedad” y temor percibida durante los años oscuros de persecución que de golpe la volví a sentir…

El primer tiempo fue muy difícil en todo sentido. Década del ’90 y Bussi gobernador en el Jardín de la República, sin flores para mi mirada…

Tanto era la extrañeza del lugar y el entorno social que mi cuerpo me facturó una alergia de piel que me acompañó por años. La “adaptación” social iba de la mano con la crianza de lxs hijxs en instituciones educativas anquilosadas en concepciones atravesadas también por las secuelas de la dictadura: censura, auto-censura o convicción de la docencia reflejadas directamente en los modos de educar.

A mediados de los años ’90 pude concretar -no sin evitar los vericuetos burocráticos de lo administrativo y de las dificultades en mi interior- la carrera de Abogacía: un antes y un después en mi vida laboral y la perspectiva del qué hacer de allí en más.

Habían pasado diez años del regreso del exilio. De a poco continuaba el proceso de “adaptación” en el Jardín de la República y de a poco comenzaba a disfrutar de los lapachos en flor de la primavera tucumana. Vino la década del 2000 y con ello el comienzo, en los estrados judiciales, de la construcción de la memoria, la verdad y la justicia.

Llegó el primer juicio de Lesa HumanidadProcesos judiciales contra los militares de la última dictadura cívico militar por violaciones a los DDHH, iniciados a partir del gobierno del presidente Néstor Kirchner en 2003. en Santiago del Estero por el asesinato del compañero Cecilio Kamenetzky. Tenía dieciocho años y era estudiante de Abogacía. Conmovedor y emocionante. Mi primer juicio como abogada querellante representando a la Asociación por la Memoria, la Verdad y la Justicia de familiares de detenidos desaparecidos y ex presos políticos de Santiago del Estero.

Llegar a la instancia judicial y poner en cuestión el relato hegemónico de la historia reciente sostenido por más de treinta años fue y es un acto de indudable justicia. Vinieron los testimonios de lxs sobrevivientes. Ellos hicieron presentes las vidas de miles de compañerxs cuyos nombres danzaban hasta ese momento escondidxs en ese tremendo 30.000.

Todas esas memorias que por fin son nuestras y todos los testimonios escuchados y vistos -llenos de historia, conmovedores, valientes y seguirían los adjetivos- calaron en las profundidades de mi ser un instante, un acto tremendamente humano descripto en la sala de audiencia por Héctor Orlando Galván, Tito, en ese juicio por Cecilio, y por todos. Tito fue secuestrado en Santiago del Estero y traído clandestinamente a Tucumán. Pasó por dos centros de detención, el llamado Reformatorio y Arsenales. Allí, según contó, se encontró con otros compañeros de Santiago del Estero. No voy a describir el contexto de un centro clandestino que ya está hecho en las páginas del oprobio de la historia de nuestra patria. 

Me detengo en un instante del largo testimonio de Tito, cuando describió que vio a Hugo Concha, otro detenido desaparecido. Estaba haciendo el servicio militar cuando lo secuestraron y, por ser soldado, sufrió peor que otros las punzadas del odio. En ese lugar, además de todo pasaban hambre, mucha hambre. Tito, un día, vio pasar al soldado Concha como ranita y semi desnudo, como acostumbraban a tenerlo sus captores para recoger pan que habían puesto en el medio del pasillo. Entonces, le arrojó un pedazo a Tito y comenzaron a comer con el hambre de cinco días. Pero los sorprendieron y ese acto, ese simple y vital acto de comer, les significó un tremendo castigo: una furibunda paliza. Al parecer el pan debía ser visto, no comido. Parte de la tortura permanente.

Ese instante narrado por Tito, del soldado Concha semi desnudo y agazapado como una ranita para ir en busca del pan y arrojarle a su compañero para calmar el hambre de varios días, en ese lugar -la nada misma-, reducidos a la mínima expresión humana, me pareció la muestra más acabada de qué clase de gente persiguió el terrorismo de Estado. Ese gesto solidario en medio de esa tremenda oscuridad es la mejor expresión de la condición humana: la solidaridad, el otro. Nunca soy de poner a ningún humano en una estatua, no creo en los héroes impolutos pero el soldado Concha en ese instante, agazapado, como una ranita, lo fue. Y es por eso que decimos “no nos han vencido”. El soldado Concha es 30.000.

A mis amadxs hijxs, a mi compañero, a Gustavo, mi sobrino, autor de la ilustración inspirada en la lectura del texto, por acompañar y ser parte nuestra desde siempre. 

Cada letra, cada palabra dicha es mi legado para Antü, Ema y Luna, mis nietxs.

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