Andes, Pampa y Patagonia

La salida

Elena Chena

San Carlos de Bariloche, Río Negro, Argentina

Se asomaba la Navidad de 1980 en el hospital de la cárcel de Devoto. Mi nombre estaba en la lista de libertades vigiladas en el diario. Lágrimas… abrazos… mis compañeras… cada cama… cada vida… cada soledad. Cada muerte… Cómo dejarlas. Los pasillos, corriendo a mi pabellón con las bichas al lado. Me solté. Corrí. Me abracé a las rejas.

Las chicas habían preparado mi bolso, hecho con un vaquero de Seneca. Adentro estaban mi cuaderno, mis cartas, una camisola bordada y sus regalos para mis cumpleaños.

El colectivo del Ejército. Solo lloraba. Rosario. Solo lloraba. Santa Fe. Regreso a la Guardia de Infantería Reforzada (GIR). El mismo pabellón. Yo sola. El lugar donde años antes depositaban nuestros cuerpos destruidos y algunos para seguir destruyendo. Allí no estábamos solas ya éramos NOSOTRAS.

En Córdoba, mi mamá y mis hermanas también habían leído el diario. Ella viajó a Capital. Córdoba, Santa Fe y llegó a la GIR. Le decían que ya me había ido pero ella sintió que yo estaba allí y esperó en un banco de la puerta. A la noche, un guardia la despertó y le dijo: “Sí, su hija está acá. Venga mañana temprano”.

En la madrugada, dos milicos me dijeron que me llevaban a Córdoba. Apretada a mi bolso bajé las escaleras y vi a mamá. Abrazadas subimos al Falcon verde. Dos milicos adelante. Ya éramos una. Sus brazos eran, otra vez, su útero dándome vida.

Córdoba. Unidad Penal Nº2, siniestro lugar de secuestros y muerte. Para el general Menéndez, el único subversivo recuperable era el que estaba muerto. Dijeron: “Tenés que venir con un cuaderno, dos veces por semana, a firmar que no te fugaste. No hay quien las lleve”. Era día de Reyes. Mamá suplicó… uno se apiadó y nos dijo: “Regalo de Reyes, yo las llevo”. Me marearon los árboles, el cielo sin barrotes y un mate tibio y silencioso.

Un mundo desconocido

Miedo a un mundo desconocido. Miedo a salir. Volvía a mi cucheta, imaginaba los horarios y rutinas, las voces y cabalgaba entre esos mundos de afectos dejados y los recuperados. El cuerpo me recordaba lo pasado. Los amaneceres me mostraban el día. Mis amores acompañando este recomienzo, este regreso. Todo lo perdido. La casa materna ya no estaba. La Martha, mi hermana mayor, determinante en mi vida, madre de Mariano, vivía en una pensión y trabajaba de enfermera en el hospital de urgencia.

Mariano mi sobrino-hijo de cinco años, mi madre y Martha no dejaron de viajar a Santa Fe y a Devoto. Dormían en la estación del ferrocarril hasta la hora de la visita. Ellos dos, vivían en lo de Manuela, con su marido facho. Fueron ellos tres los pilares de mi renacimiento.

Volver a empezar

Las primeras salidas de la casa… presentarse a firmar. Mamá me dijo: “Mirá, Bienestar Estudiantil, tenés que estudiar”. El espacio vacío me mareaba y me dijo: “Andá del lado de la pared, yo te voy apretando”. E insistía: “Mirá: Psicopedagogía, maestra de maestras, ¿sabés a todos los chicos que vas a poder ayudar?”. Yo me dejaba llevar por una realidad que no entendía. Me sentía como Aureliano Buendía en Cien años de Soledad que, al regresar a Macondo, salido de la pila de muertos, vuelve y pregunta por la compañía bananera y le responden: “Acá nunca hubo una compañía bananera”. Los valores occidentales y cristianos ya se habían reinstalado. Las minifaldas eran vestidos largos. Nadie se animaba a mirar los campos de concentración que estaban en todos los rincones de la ciudad.

El dolor, ese sube y baja que rebota en el piso y vuelve. Conseguimos una casa y nos mudamos Martha, Mariano, mamá y yo. Ingresé en Psicopedagogía. Juampy y Pablito, mis dos hijos con Cachin… muertos. Duelos dolidos.

Deseo de maternar visceral

Embarazo y otra vez orfandad de hijos: Alma muere a la semana de nacer.

La vida es a veces extraña. Cuando mi vida se desesperaba por irse, apareció la Martha con una mujer y sus tres niñxs, en la miseria más absoluta, para quedarse unos días. Esta vida justo al borde puso a María, la mayor, de tres años, en mis brazos negados a abrazar, a vivir. Pero la abracé, sí, nos abrazamos en los silencios de su autismo… nos encontramos para renacer. María Chena es mi hija mayor.

Una mañana de febrero salí del sanatorio con Ezequiel en mis brazos: su llanto, su ternura… Había PARIDO y salía con él apretado a mi pecho y su manito tapada por la mía.

Estudiaba, cosía camisolas que pintábamos con María y feriábamos con Ezequiel. Me formé en psicoanálisis y autismo. Un año antes de recibirme ingresé en el Centro de Formación y Asistencia Psicoanalítica (CEFAP) como docente de niñxs autistas. Primer sueldo.

Macondo comienza a recuperar trozos de memoria

Guerra de Las Malvinas. Presión internacional. Brisas de elecciones. Vientos que acercan cada vez más a la Democracia.

La vida de mi mamá comenzó a irse apresuradamente. Preparaba mis últimos finales cuidándola de noche en el sanatorio. Votó en la interna por Alfonsín. No llegó a festejar el triunfo. Me prometió que seguiría conmigo, con mis hijos y con Mariano… su compañero de todos los viajes a Santa Fe, a Devoto… y a donde fueran.

Mudanza a Bariloche: otro comienzo

Frente a la orfandad, con mi título bajo el brazo y un hijo en cada mano resolví dejar Córdoba. Me fui a Bariloche. Seguramente conseguiría trabajo enseguida.

La Democracia florecía. Devolvía vidas, colores… pero sobre todas las cosas el enorme desafío de construir, recuperar y construir. El Consejo Provincial de Educación había constituido un equipo con excelente formación pedagógica, dispuesto a cambiar la educación bancaria por una educación social, integradora y comprometida con la transformación y con compromiso social. Los libros, autores, textos quemados y prohibidos me abrazaban nuevamente. En aquel momento me pregunté, ¿qué es la militancia? Desde la educación y la sociedad es abrir cabezas… abrir horizontes.

La propuesta de trabajo me llegó muy pronto. Lo primero fueron talleres docentes de investigación protagónica. Apareció en mí la pasión. Sí, era apasionante. Los pilares: Paulo Freire, Jean Piaget y Enrique Pichón Rivière. Todos los lunes, por el viejo Cañadón de la Mosca, saliendo a las 4 de la mañana llegábamos a las 10 a El Bolsón a coordinar los talleres. Volvíamos a Bariloche a las 23. Comencé la carrera de Psicología Social.

No encontraba espacios políticos partidarios para desarrollar mi militancia. Fueron otros espacios, como Ciencia y Técnica, el Centro de Informática y Teleinformática Educativa (CITE), llevando las viejas Talent a las escuelas de los barrios altos… Después, ingresando como psicopedagoga de la residencia de Medicina General en Salud Mental, trabajando específicamente en abuso sexual infantil. Además, haciendo atención primaria y formando agentes sanitarios, aprendiendo con ellos, casa por casa. Nosotros decimos que la patria es el otro. Esta fue mi militancia.

Mi hijos crecían… ya llegaba a los cuarenta y decidí embarazarme. Nació Victoria. No volví a enamorarme. Las nostalgias del primer y gran amor cerraban los ojos y el corazón.

Me incorporé a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH).

Cuando Victoria ya tenía quince años acepté irme de directora al hospital rural de Pilcaniyeu, pequeño pueblo de la Línea Sur, en la estepa patagónica. Victoria fue conmigo. Las dos aprendimos a compartir y convivir con los y las peones rurales. Ella, además, con sus compañeras, que vivían en una residencia porque sus padres estaban en parajes rurales donde los caminos se hacían casi intransitables por las nevadas. Recorrí cada uno de los parajes y me incorporé a su cultura, en la que reconocí mi origen. La Línea Sur: dieciséis pueblitos, uno cada treinta o cuarenta kilómetros. Había nevado y la luna llena brillaba sobre el hielo. Una puerta se abrió, me acerqué y, envuelto en un trapito blanco, había un pan caliente. Ese es mi lugar en el mundo.

El gran encuentro con la militancia orgánica

Yo era muy chica y mi papá me dijo: “Nosotros descendemos de los Incas que, desde el Perú, se instalaron en el Uruguay. Allí están nuestros orígenes”. Murió cuando yo tenía once años. Siempre supe mi origen. Nunca lo dudé. Entonces: ¿Cuál es el sentido de la militancia? Tener sueños, luchar incansablemente por ellos, ser fiel a los ideales y aprender de las nuevas generaciones. Esto es lo que más me ha hecho crecer en Patria Grande. Ellos, escuchando y aprendiendo de nuestra generación. Yo, aprendiendo y creciendo con ellxs. En cada lucha… acá en Bariloche, con la APDH y Patria Grande. Ellxs le dicen “la casa popular Chenita”.

Volver a los 17

Volver a los 17 después de vivir un siglo. Un asado casual y una presentación casual: Jorge, Elena… la Chena, el Win. Charlas, coincidencias. En la despedida, un abrazo particular. Los dos nos íbamos de viaje a lugares diferentes.

Nos reencontramos en El Bolsón tres meses después. Mientas el colectivo comía la ruta, sentía ansiedad adolescente. Ocurrió. Así nomás. Me enamoré. Por primera vez en muchísimos años. Nos enamoramos. Ocurrió. A los sesenta y pico. Fue mágico. Viajamos mucho en El Toro Mañero, un colectivo transformado en casa rodante. Canté bastante.

Llegamos lejos, tan lejos como para encontrar mis orígenes en aquella plaza de Pascual Chena, en el Uruguay. Tan lejos como para encontrar a los Abellas: él, historiador que conocía la historia del Colla Chena. Tan lejos como para construir lazos indisolubles. Tan lejos como para que con su ayuda hoy sea posible que mi historia en libertad, una más de nosotras, esté escrita.

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