Milagros Almirón
Santa Fe, Santa Fe, Argentina
El tejido me acompañó en distintas etapas de mi vida. En ratos de descanso, entre charlas y disfrute, las mujeres de mi familia me enseñaron a tejer, coser y bordar. Colocaban los puntos enredando la lana en el dedo y, uno a uno, los ponían en la aguja. Con perseverancia, sentadas una al lado de la otra y cuchicheando, ellas me mostraban el movimiento de las manos y yo las imitaba. Así me transmitieron este saber.
El 16 de julio de 1976, cuando nos detuvieron junto con mi madre, yo tenía catorce años. Nos llevaron a la Guardia de Infantería Reforzada (GIR). Ella estuvo detenida unos días y, luego de pasar por un sitio de tortura, apareció en el Hospital Piloto.
Permanecí en la GIR durante un año y medio junto con otras menores, todas éramos militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES). En ese lugar las compañeras me enseñaron punto cruz, petit point y macramé. Muchos momentos del día estaban destinados a lo artístico. Éramos conscientes de la importancia de estar organizadas respondiendo a cronogramas que atendieran de manera integral nuestras necesidades. Esa estructura nos ayudó a no desmoralizarnos, a no decaer. Llevar a la práctica lo que pensábamos desde miradas conjuntas, construyendo comunidad, compartiendo los recursos y repartiendo equitativamente, nos daba fuerzas y ánimo.
Si pienso la vida como una manta tejida, fui una de esas hebras que formaron la red de vínculos en la cárcel. Sosteniendo creativamente los días y las rutinas, tensando y aflojando la trama humana y la de los saberes artesanales. Solidaridades y entregas generosas nos reparaban y reinventaban en ese dolor y en esas pérdidas.
Había gestos de mucha consideración y aprecio conmigo. Disfrutaba particularmente del momento destinado a lo artístico, lo esperaba. Había descubierto que tenía facilidades y me entregaba gustosa a la tarea de seleccionar colores y elegir diseños. Estos ejercicios incipientes de arte me liberaban, me sanaban, canalizaban mis ansiedades y mis angustias, me conectaban con el deseo, me permitían mediar entre el encierro y la adolescencia, remendar pacientemente mis heridas en el hacer de santas claras y jersey.
Entre el día y la noche tenía la necesidad imperiosa de encontrar luz. Me sentía ahogada, necesitaba colores y paciencia, tolerancia para hallarme, para encontrarme ¿Qué se había perdido de mí? ¿Qué había quedado del lado oscuro del tiempo?
Recuperada la libertad, el contacto afín con hilos y con lanas me llevó a la búsqueda de la técnica del telar. Me fascinaban los tapices. Viviendo en Córdoba había visitado una exposición de textilería y esto me motivó a seguir averiguando.
La Escuela de Arte Spilimbergo era un espacio de referencia. Luego de visitarla me quedé un poco más encantada con la técnica del telar. Pero también un tanto frustrada ya que estudiar allí implicaba cargas horarias demasiado pesadas para mí que, en ese momento, me ocupaba del cuidado de mis hijes y de nuestra casa. Esto, sumado a mis límites económicos, dejaba traslucir que por allí no podía continuar mi búsqueda.
Luego de un tiempo me encontré con Mabel, una joven artesana tejedora que me enseñó los secretos de esta técnica. Lograr la adecuada tensión de la urdimbre pero, a la vez, cierta holgura en las tramas. Los rayados y los punteados. Las vistosas guardas con dos o más colores. Observé el modo como, con muy pocos recursos, tejió una pequeña producción de abrigos con cierta mixtura entre lo folk y lo urbano.
Mi recorrido hacia su casa tenía un particular atractivo: caminar por esas callecitas y avenidas de tierra tan intimistas y oír las hojas de los álamos chascando a mi paso. Además, curiosear los jardines, las rejas coloniales, las campanitas tan características de esos chalecitos antiguos y otras construcciones más modernas. Eran bocanadas de aromas y colores. El Marqués de Sobremonte era un barrio muy pintoresco.
Córdoba tiene encantos que conocí y otros que idealicé. En esa ciudad fui madre, mujer, compañera. En sus calles participé de movilizaciones con niños a upa y prendidos a mi pollera. El inicio de la democracia trajo alegría y alivio pero no trajo tranquilidad económica.
Ser ahorrativa era una cualidad valorada. “La nona Pepa era ‘trabacadora’ y económica”, decía mi nono con su acento italiano. Ciertas destrezas me posibilitaron salidas ingeniosas pero, así y todo, no alcanzaba. Mi familia se amplió rápidamente. Todo pasó de manera vertiginosa: el plan austral, gestar, parir, maternar a Juan, a Victoria, a Facundo y a María José. Entre mamaderas, Los cuentos del Chiribitil y tareas escolares fui dándome tiempo para tejer bufandas, ruanas y algún bolso que me permitieron el sustento cuando decidí separarme.
Con una pequeña producción me presenté ante las asociaciones de artesanos y en el Paseo de las Artes de Córdoba. Fueron espacios de venta, de difusión y también de mucha transmisión de experiencias y conocimientos. En la asociación provincial tomé mi segundo curso y aprendí a confeccionar telas como barracanes y pied de poule.
Como con el telar, la vida nos pone en situaciones de buscar las puntas de los ovillos, acomodar las hebras, tensar la urdimbre. En Córdoba estaban mis tíos y mis primos, a quienes la represión los había llevado a radicarse clandestinamente. Me sentí siempre muy acompañada y contenida por ellos, éramos una familia con formas italianas y nos extrañábamos mucho. Nos dolían las pérdidas de nuestra nona y de Elsa, nuestra tía que permaneció desaparecida hasta 2016. Fueron tiempos de reconstrucción. La libertad nos permitió rearmarnos, disfrutarnos en almuerzos y charlas interminables, acompañándonos en ésta y otras partes de nuestras historias personales.
La cárcel había interrumpido mi proceso natural de subjetivación y volver a ubicarme en el lugar de hija fue difícil ya que se anteponía una fuerte necesidad de cuidar a mi madre. Con el tiempo logré dar esos pasos que habían quedado pendientes. No era algo que pudiera hacer sola, ahora las palabras, el lenguaje, iban a proporcionar nuevos modos de entender esas complejas tramas. Animarme a transitar la experiencia de revisar el pasado para aprender a vivir más autónoma y más libre.
Deseaba estar cerca de mi madre y de mis hermanos. Me gustaba el clima juvenil de las guitarreadas, la música era el idioma y el aire en la casa. Vine junto a mis hijes a Santa Fe para pasar la Navidad del ’88 y no nos fuimos más. “La Mila llegó de Córdoba con un telar y cuatro hijos”, decía mi madre.
Continué con la producción de verano: vestidos y blusas con detalles en telar. Junto a mi madre y mis hermanos pensamos propuestas que nos integraran, fuimos construyendo un micro emprendimiento familiar con una marca que lo identificaba: Hebras rupestres. Esto nos permitió participar de ferias, muestras y exposiciones provinciales, nacionales y algunas fuera del país.
El trabajo era exigente, tejía muchas horas diarias. La calidad y las terminaciones de los tejidos iban mejorando, con diseños autóctonos y materiales suaves y delicados adecuados al uso. La producción era cada vez más variada: incluía prendas de vestir, accesorios personales y de decoración para el hogar. Mi madre, que tenía muy buen ojo, hacía el control de calidad.
Un tiempo después nacieron Inti y Clara. Nuevamente surgió la necesidad de maternar, abrigar, encontrar luz, quedarme del lado de la vida. Las hebras y las palabras, los tejidos y la escritura nos constituyen sutilmente y nos sostienen en este entramado que es nuestra existencia.