Lucía Magdalena Torres
San Salvador de Jujuy, Jujuy, Argentina
Son casi las 10 de la noche, se apagó un poco el agobiante calor, anoche llovió. Aquí estoy, en San Salvador de Jujuy, lugar donde vivo desde 2001. Vine con mi hijo Pablo y mis padres que fallecieron en 2010. Soy oriunda de la localidad salteña de José de Metan, un lugar pintoresco que se alza a los pies de la precordillera: la naturaleza pintó de vivos colores la montaña y su cielo es siempre celeste.
Mi nombre es Lucia Magdalena, Macacha. Nací en el seno de una familia obrera y campesina, fuimos cinco hermanos y desde chicos trabajamos para ayudar en el sustento diario. Lo hacíamos en los establecimientos cerealeros y también en las encaladas de tabaco, en el valle de Lerma.
Comencé a militar en las organizaciones barriales al igual que mis hermanos. En mi pueblo rural las luchas estaban unidas al campo y a los indígenas, era un crisol de razas y costumbres. Éramos jóvenes que además estudiábamos. Se daban grandes discusiones en los cursos, corrían los años ’70 y había mucha avidez por participar junto con los mayores. Es por esto que toda mi familia fue perseguida. Tengo tres hermanos desaparecidos: Juana, Hilda y Eduardo Pedro. En octubre de 1974 fueron detenidos mi madre, Brígida Cabrera, y mi hermano Eduardo con solo quince años. Sufrieron los más atroces castigos y torturas. Mi madre saldría para el exilio en 1981 a Bélgica y a mi hermano lo dejaron libre después de dos meses de estar desaparecido. Pero luego, en 1976, lo secuestraron aquí en Jujuy junto con mi hermana mayor Juana.
En el mes de noviembre del mismo año, fui detenida en horas de la madrugada en la casa de mis padres en el triste Operativo Independencia. Esa noche más de cincuenta personas fuimos secuestradas en un operativo rastrillo: para las fuerzas conjuntas todos estábamos aliados a la guerrilla. Me golpearon. Había un cajón muy grande en la pequeña carpintería de mi padre, se robaron las herramientas y allí colocaron armas de todas clases. En mi vida había visto tantos pertrechos de guerra y me arrastraron de los cabellos para que me hiciera cargo, solo tenía dieciocho años. El comisario Ludovico Living me apuntaba con un arma y yo abría mis brazos y les decía que eso no era mío, que me mataran pero no me iba a hacer cargo. Luego me llevaron a Salta capital y vi muchísima gente: vecinos y compañeros del colegio que hoy no están, al igual que parte de mi familia.
Estuve cuatro años y meses en varios penales. Antes de la salida del país fui llevada a Córdoba por orden de Tercer Cuerpo junto con dos compañeras que estaban también en Devoto, Elsa Bazán -de Córdoba- y Lilia Fernández -de Tucumán. Fue para los primeros días de febrero de 1978. Estábamos como rehenes, también llevaron a muchos varones, fue un viaje muy traumático en avión. Durante dos meses sufrí aberraciones, golpes y capuchas que no me permitían saber dónde estaba.
De un día para el otro me devolvieron a Devoto, a otro piso con compañeras que no conocía, y no pasaron muchos días ya que por orden del Ministerio del Interior me sacaron del penal.
Esta vez me llevaron a Coordinación Federal y allí me comunicaron que me expulsaban para Italia. No salía del asombro, ni mi papá ni mi hermanita más chica, Susana, sabían que salía del país. Tampoco mi mamá, que por esos años ya estaba en Devoto. Salí solo con lo puesto y una bolsita de trapo con algunas pilchas. Al final de ese 1o de mayo me colocaron en un avión de Aerolíneas Argentinas: me subieron esposada y le dieron la orden al comandante de que no me permitieran bajar en ningún aeropuerto. Para entonces ya tenía veintidós años. Los pasajeros, atónitos, solamente miraban. Al llegar a España me entregaron un documento y allí supe que tenía pasaporte. El comandante me dijo que Roma era mi destino final.
Al llegar a esa ciudad no encontré a nadie que me esperara y solo atiné a abrir una puerta corrediza y pensar en los consejos de mis compañeras para cuando nos encontráramos solas: salí con la convicción de que encontraría ayuda, solo el sol de la mañana del 2 de mayo y una ruta. Hacía calor y era muy temprano, portaba un tapadito gris ya que las compañeras me habían vestido con la mejor ropa que tenían y que cada una me regaló. Caminé hasta que vi a un señor en un taller de coches y le pedí ayuda. No nos entendíamos pero me dio agua y me dijo que Roma estaba a 40 kilómetros. Él me llevó hasta la ciudad y le pedí ir a una iglesia. Me dejó en la Santa María Maggiore, todo era majestuoso para una chica que venía de un pueblo chico y jamás había conocido ninguna ciudad de mi Argentina. Este buen señor me dio unas liras. Subí los casi cien escalones de la más grande iglesia de esa bella ciudad con su gente tan alegre y solidaria; el párroco me recibió y pronto me ayudaron unas mujeres de Estados Unidos que hablaban español. Me llevaron con ellas y permanecí el día y la noche en su compañía. Al otro día me dieron un mapa de la ciudad con un papel que indicaba el lugar del consulado argentino.
Fui en un bus. El cónsul me recibió y me dijo que como se celebraba el mundial de fútbol en Argentina estaban sacando a los presos políticos sin causa, que esa era mi situación y que más presos podrían salir igual que yo. Me dijo que Italia se tenía que hacer cargo y me dio la dirección del Alto Comisionado de Naciones Unidas (ONU) en Roma. Con algo de ayuda llegué al lugar. Fui recibida y me escucharon y también escuché cuando llamaron al cónsul para retarlo. Pensaba que si el gobierno de facto me colocó impunemente en un avión de qué se iban a hacer cargo. El delegado le decía, preocupado por la impunidad con la que se movían, que corrí peligro de desaparecer. Él se ocupó en ayudarme con dinero para encontrar a mis compatriotas. Más tarde recibí el estatus de refugiada política. Ese mismo día me encontré con mis compañeros y fui feliz porque después de haberlo pasado tan mal en la llegada a ese país, encontrar tanta solidaridad fue reconfortante.
Me llevó un tiempo recuperar la salud, estaba anémica y con bajo peso. A las pocas semanas, conocí a la persona que luego se convirtió en mi compañero y padre de mi hijo, que nació en Roma. André es uruguayo y haber convivido con él quince años fue lo mejor que me pasó.
Roma fue lugar de encuentro con ex detenidas y otros compañeros que conocí. En ese tiempo estaba la mamá de Domingo Mena, en su casa se creó la Comisión Solidaridad Familiares (COSOFAM) que nos nucleó a los familiares de detenidos desaparecidos. Unos años después llegó mi madre gracias a una familia belga que la apadrinó. En esas condiciones llegó el año1981 y al poco tiempo me mudé para estar con ella y unir los pedacitos que nos quedaban.
En Argentina nos quedaron papá y mi hermanita menor que cuando nos detuvieron solo tenía diez años. Me mudé con mi pequeña familia a Bruselas y a grandes rasgos les puedo contar que allí también reencontré a compañeras y tuve muy lindas experiencias en los comités de solidaridad. Habría mucho más para contar pero eso será en mi libro, porque las experiencias vividas fueron tan diversas en cada lugar y tengo tan buenos recuerdos de todos -sin distinción de banderías- que no podría resumirlas aquí.
En 1988 regresamos con mi hijo y mi compañero al Uruguay ya que sus padres nos ayudaron mucho para sobrevivir. Volví a mi país en 1995 sola con Pablo, ya separada de André. Viví como ocho años en Quilmes y para entonces mis padres ya estaban conmigo. Luego decidimos venirnos a San Salvador de Jujuy para reencontrarnos con mi hermana menor ya casada y con hijos.
Etiquetas: DERECHOS HUMANOS, EXILIO