Andes, Pampa y Patagonia

No todo fue dicho en palabras

Sofía D’Andrea

Mendoza, Argentina

Desde hace una década me he dado a la práctica de recuperar la estampa y las voces de nuestras compañeras, en un momento especial de sus vidas.

Sucede que una década atrás, un día primaveral y luminoso se colmó de algarabía en el hall del primer piso de los Tribunales Federales de Mendoza. Las y los presentes pasaban de abrazo en abrazo sin disimular el regocijo. Era la hora de la justicia y allí estábamos Nosotras.

A mí me tocó en suerte y elegí cubrir los debates por delitos de Lesa Humanidad en Mendoza desde la primera audiencia y en ese lugar me he mantenido a lo largo de siete juicios, hasta el presente.

He registrado los testimonios y he percibido el sentir de las víctimas al revivir sus peores momentos, así como el alivio de escupir la amargura de esos días y la posibilidad de señalar a los mierdas y sus secuaces.

No todo fue dicho en palabras, algo quedó colgado del gesto, las miradas, el movimiento de las manos, la elección de la ropa… Por eso, además de crónicas de la audiencia, he registrado mis sensaciones al escuchar las declaraciones de mis compañeras.

De Silvia Ontivero
Mendoza, 30 de noviembre de 2010

Todo trago amargo que enjugó su lengua viene tronando en cada palabra, pero va a simular neutralidad. La boca responde con elasticidad a la razón, simplemente acompasa. El gesto cae en el entrecejo, ahí está todo el peso de la adversidad.

De pronto, desde más adentro de la boca regresa la penumbra y el vaho del Departamento de Informaciones de la Policía -D2. Llegó su mugre y la oscuridad, el ruido seco de los golpes, los gemidos y el hambre, el metal, los sudores mezclado con el perfume hediondo de alguno de sus violadores. Le da asco tenerlos cerca, respirar a metros de ellos, sentir que comparte el mismo espacio. De entre las fauces saldrá un “todo era sucio… sucio…”.

No está sentada frente al Tribunal, sino sumergida en aquel pozo. Y lo dicho es el eco del dolor -nunca reparado- por treinta años de compartir las calles con esa inmundicia que la humilló hasta el escarnio.

Brama por dentro y un halo, mezcla de dolor e ira, sale rozando la lengua para relatar con rigurosidad y aparente aplomo, lo perdido y lo encontrado en seis años de cautiverio. Mira y habla de frente con la cabeza erguida y los ojos bien abiertos, como espejos en los que se refleja lo vivido. Se sostiene valiente como desde el primer día para que se sepa la verdad de todo lo que ese cuerpo conoció.

Por momentos, se desdibuja aquel lugar siniestro y menciona al juez que no dio lugar a sus denuncias, así como cada hito que transitó con sus compañeras y compañeros honrando la minuciosidad. Afloja los hombros, relaja la cabeza consciente de que en cada palabra va reescribiendo la historia, deja renacer el sueño compartido para desdecir al olvido y cultivar la memoria.

Después de declarar saldrá a la calle. Habrá luz y abrazos sanadores. Habrá muchas, muchas personas que la devolverán al amor.

De Alicia Morales
7 de diciembre de 2010

En la boca sostiene una sonrisa sin pausa, tal vez le regocija estar frente al Tribunal, aunque vaya a revivir uno de sus peores momentos.

Desde su asiento gira la cabeza a su derecha y observa directamente el sector de los imputados. Se detiene allí, pero no se sabe a quién o qué busca. Tal vez intenta reconocer a sus secuestradores o carceleros. Los dedos muestran uñas largas, estiradas y encendidas de color.

Entonces, trajo a la sala de audiencias al bebé y las niñas detenidas junto a ella y a su compañera María Luisa. En su relato trae la maternidad en carne viva que, aunque mandato cultural para las mujeres, cala hondo y duele mucho en esa oscuridad. Se la siente deshabitada de su niño de dos meses. “A la hora del secuestro con los ojos tapados, iba colgada de la pañoleta del bebé”, dice. Y hasta reprocha que cuando entregaron el pequeñito a su familia le robaron la pañoleta. Con ese entramado de lana le quitaron su otro cuerpo indispensable. 

Las nenas y el bebé quedaron secuestrados con ellas por un día. El varoncito respiraba con dificultad, pero cuando les retiraron se desplomó. ”¡Menos mal que yo no sabía que se apropiaban de los niños!”, piensa en voz alta. Entonces descorre la mueca e inexplicablemente vuelve la sonrisa para meterse en la penumbra del D2 en el que veía estrellitas cuando le sacaban la venda elástica. Tenía hambre y sed. “Hasta mis pechos dejaron de llorar”, rememora.

A ritmo cansino, a lo largo de muchas horas, va a traer a la lengua las imágenes y hechos que pueblan la memoria. Con serenidad evoca una por una gestiones, represores, juzgados, consejos de guerra, cárcel y su José pensándolas, mientras se refugia en la clandestinidad. Sin embargo, se derrama angustia una y otra vez cuando revive a esa madre largamente ausente, que sin quererlo lastimó el vínculo con lo más amado.

En ese sentir tampoco estaba sola, lo pudo comprobar en Devoto donde conoció las mil y una formas de solidaridad entre compañeras. “La mejor manera de resistir, era resistir juntas”, sostiene para finalizar.