Mabel Grimberg
CABA, Argentina
En diciembre de 1979, luego de negarme tres veces la opción para salir del país y de cuatro años y dos meses de cárcel, me dieron libertad vigilada. No era lo que quería: temía que estar en la ciudad de Buenos Aires y caminar por sus calles me hiciera presente, permanentemente, la dolorosa ausencia de mi compañero Francisco Host Venturi, detenido desaparecido en 1976. Silvia -con quien compartí celda casi los cuatro años- pedía la opción con miedo e incertidumbre pero quería salir en libertad aquí para sostener a su compañero preso. Unos diez o quince días antes había partido a Italia con sus dos hijes y su madre. Su compañero salió a finales del ’82 o principios del ’83.
En el breve tiempo entre la llegada de la notificación y la efectivización de nuestras salidas, entre la alegría, las inquietudes y los miedos compartidos, no podíamos dejar de decirnos que el sentido de estas decisiones era ¡jodernos donde más nos doliera! pero nos prometimos que encontraríamos las maneras de criar a nuestros hijes, construir una nueva vida y seguir creciendo como personas. Habíamos podido llegar hasta ahí no solo enteras con ilusiones y proyectos, sino con una significativa experiencia de construcción de vínculos afectivos y políticos que posibilitaron un proceso de resistencia diaria a las políticas del penal.
Desde que llegué a la cárcel pensé en la posibilidad de cuatro años de prisión… creo que en realidad era mi deseo de estar afuera para acompañar a mi hijo mayor en su primer día de clase. Y la verdad es que se me dio: en marzo de 1980 pude estar presente en ese primer día de clase. En marzo también comencé a dar clases de Antropología y Sociología en un instituto terciario y entré en una empresa de investigación de mercado para hacer investigación cualitativa. En ese mes también compré un abono para el Festival Bach-Haendel que me ocupó todo el año, me banqué la vigilada con el verdugueoModismo en Argentina que hace referencia al hostigamiento por parte de una persona que ejerce poder sobre otra. en las idas a la comisaría a firmar y la vigilancia e interrogatorios del Primer Cuerpo de Ejército.
A finales del ’80 pude dejar la casa de mis padres y vivir en un departamento con mis hijos. Considerando que el mayor tenía un año y siete meses cuando me detuvieron y el segundo nació el 30 de marzo de 1976 en el penal de Olmos -cerrado y con el ejército en todo el perímetro- y que además nos obligaron a sacarlos a los seis meses por una nueva disposición, nuestra vida en común resultó mucho más fácil y placentera de lo que esperaba. Creo que en esto contribuyó el papel de los abuelos y las visitas permanentes y, luego, el ejercicio de convivencia en casa de mis padres durante la vigilancia estricta. Finalizada, el apoyo de familiares y amigues indudablemente facilitaron la crianza y la vida con mis hijos.
A partir de 1981 comencé a realizar seminarios de posgrado, a relacionarme con gente de antropología y sociología. En los años siguientes participé en reuniones para rearmar el Colegio de Graduados en Antropología y en la formación de las cátedras de la carrera de Ciencias Antropológicas. En 1984 entré como ayudante en la carrera de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Más tarde, obtuve por concurso los cargos de profesora adjunta, luego asociada y titular. Desde 1988 pude continuar mi proceso de formación a partir de becas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), que posibilitaron la realización del doctorado y la defensa de tesis en 1992. Además, ingresé como investigadora al Consejo en 1995. Creo que fue una buena elección. Desde mi jubilación sigo comprometida con la docencia y la investigación en la UBA y el CONICET.
He pensado en muchas situaciones o momentos para compartir, al fin me decidí por esta.
A mediados de 2003, después de vivir veinte años en una casa con jardín y terraza de Palermo, por temores y presiones de hijos, amigues y pareja en un contexto de robos en el barrio, vendí y compré un departamento antiguo en San Telmo. Iniciaba una nueva etapa de vida y un mayor compromiso con Adolfo, mi pareja desde el año 2000, cuando se iniciaban cambios sustanciales en el país a partir del gobierno de Néstor Kirchner.
No puedo precisar bien la fecha pero sí que era setiembre de ese 2003. Habíamos ido con Adolfo, que era artista plástico, a la inauguración de una muestra antológica de Roberto Elia, en la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta, una muestra realmente fantástica. Las inauguraciones son eventos sociales complejos en los que se traman distintos planos de la socialización: en general el disfrute y las múltiples emociones frente a las obras, los encuentros o reencuentros con conocidos y amigues, entre otros. Pero en el caso de los artistas las muestras son una parte sustantiva de su trabajo en lo que hace a saludar y mantener conversación con coleccionistas, galeristas y críticos de arte.
Después de más de dos horas parados y de una agotadora actividad social nos fuimos a cenar con un grupo de amigues a uno de los restaurantes cercanos al que solíamos ir. Desde la puerta vimos algo raro o por lo menos diferente. Estaba poco iluminado, casi vacío, solo una mesa ocupada. Mientras mirábamos y decidíamos qué hacer, comencé a sentir una opresión en el pecho que se fue intensificando, un estado de malestar corporal y a la vez de angustia que seguía creciendo mientras terminábamos de decidir entrar. Caminamos hacia el fondo, pasando al lado de la mesa ocupada. Nos sentamos, vino el mozo y nos dejó los menús. Mientras, la mayoría seguía comentando lo raro que se veía todo, preguntándose qué estaba pasando. Mi estado de malestar aumentaba. De pronto, algo me impulsó. Me paré y empecé a gritar: “¡Es Astiz! ! ¡Es Astiz!”. Tomé mi cartera y dije: “¡Vámonos! ¡Vámonos!”. Salimos y estuvimos gritando desde la puerta: “¡Astiz Asesino h… de p… vas a ir preso!”, y otras cosas más durante un rato. Nos fuimos. Estuvimos caminando mientras me tranquilizaban y se tranquilizaban mis amigues. Luego, entramos en otro restaurant y por supuesto la conversación de la noche fue mi “reacción” y el “incidente”.
Solo unos días después pude pensar y comprender la situación y mi comportamiento. El cuerpo, en este caso mi cuerpo, percibió, identificó y reaccionó frente a Astiz, antes de poder poner un nombre, porque -y esto es para reiterar- yo no sabía qué me pasaba. Solo experimentaba un fuerte malestar hasta el momento en que ese malestar se pudo transformar en un grito identificador. La experiencia no fue casual ni la primera. Yo venía trabajando y aprendiendo sobre el cuerpo en mis investigaciones sobre VIH-SIDA, género y sexualidades desde el ’97/’98. Principalmente, trabajé sobre experiencias corporales: el papel y la presentación del cuerpo en las narrativas, las diferencias entre varones y mujeres y los saberes corporales y sus múltiples expresiones. Pero eran las experiencias de otres. Esta experiencia personal y su entendimiento fue producto de ese aprendizaje con otres en el marco de la investigación que no solo produce conocimientos sino cambios sustantivos en el conjunto de personas involucradas, incluidos les investigadores.
La situación vivida reafirmó mi compromiso con líneas de estudios antropológicos, en particular con los aportes sobre el cuerpo como agente de la experiencia, y con la profundización de mis estudios. Llamativamente mi trabajo “Narrativas del cuerpo” fue publicado en setiembre de 2003. También en ese año, con Néstor Kirchner en el gobierno, el Congreso Nacional anuló las leyes de Punto Final y Obediencia Debida posibilitando la reapertura de causas que involucraban a Astiz e iniciando el camino a su condena.
Etiquetas: COMUNICACIÓN, EDUCACIÓN