Entre sierras valles y ríos

Otra vida, la misma pero distinta

Elia Salís

Córdoba, Córdoba, Argentina

Fui detenida en Córdoba, en julio de 1975, junto con mi madre Irma Fuentes de Salís. Tenía dieciséis años y estaba embarazada, mi hijo Ernesto nació en la cárcel. Mis hermanos de quince, catorce y doce años quedaron internados en institutos de menores. Me trasladaron a Devoto a fines de 1976 y recuperé la libertad en 1980.

El día que salí en libertad coincidió con que las compañeras que aún seguían en Devoto recibían visitas de hombres, en su mayoría eran sus padres. Eran conocidos los casos de secuestros a recién liberadxs, así que ellos me hicieron el aguante en el bar de enfrente. Nunca había tenido visitas ya que mi madre continuaba presa y mis hermanos seguían alojados en institutos de Menores.

Cuando los padres que estaban haciendo la cola fueron a mi encuentro se aplacó mi bronca por la última verdugueada: no permitieron que me despidiera de la Negra Irma, mi madre, que estaba en otro celular. 

Ya en el bar, a medida que se presentaban, las historias y cartas compartidas cobraban cuerpo y todo fue risas, besos y abrazos. Decían: “Pedí lo que quieras para tomar y comer, lo que te guste” y hasta hubo un desopilante: “¿Querés una Coca-Cola?”. Me hizo reír pensar en mi vieja, que hubiera hecho un escándalo por ser “ofendida” con una pregunta así. En la familia se veía a la Coca-Cola como la bebida emblemática del imperialismo y que, además, creaba adicción.

Me quedé unos días en Buenos Aires ya que quería ir a los organismos de Derechos Humanos (DDHH) y a la ronda de la Plaza de MayoEn abril de 1977 un grupo de madres de detenidos desaparecidos comenzó con un movimiento de protesta no violenta. Desde ese momento, todos los jueves las madres siguen realizando esa manifestación alrededor de la Pirámide de Mayo, con sus cabezas cubiertas por pañuelos blancos, exigiendo respuestas por sus hijos e hijas y por sus nietos robados. Además adhieren a otros reclamos del campo popular. . Me hospedó la madre de la entrañable Silvita Zabala. 

Tenía claro que nada sería fácil. Lo primero era ir a buscar a Ernestito, mi hijo, al que no había visto ni en fotos desde los cinco meses que tenía cuando me lo quitaron y ya iba a Jardín de Infantes.

Para entonces sabía que no lo habían llevado a la Casa Cuna, como me dijeron los milicos en la Unidad Penitenciaria Nº 1, sino que se lo ofrecieron a mi tía cuyo marido era del personal civil de la Fuerza Aérea. 

Salir del país era la gran posibilidad, por la doble ciudadanía y porque mi compañero estaba en Europa, pero no quería irme pese a la dura realidad en ciernes. Mi pareja en concreto no existía, la falta de relación y bases sólidas ponían en claro nuestra separación. Por otro lado, ya no éramos aquellos adolescentes.

Mi vieja seguía presa. Mis hermanxs se habían fugado de institutos de Menores. Mis amigxs y compañerxs estaban muertxs, desaparecidxs, presxs o exiliadxs.

La casa donde vivíamos, tras ser usada un tiempo por el Departamento de Informaciones de Córdoba (D2), fue saqueada y volada. Así que tampoco había nada material que acreditara que tenía un pasado, salvo las “armas secretas”. Broma que hacíamos después y pese a su nimiedad merece ser contada.

Habían pasado dos años, corría el duro 1977, cuando mi hermano con dieciséis años y estando prófugo, andaba cerca de la casa y sintió curiosidad por ver qué habría allí. Estaba mirando la forma en que la maleza había cubierto las ruinas cuando apareció una antigua vecina y, muy contenta de verlo, le entregó un pequeño paquete envuelto en diario. “Esto es de ustedes. Cuando la yuta se llevó todo, esto se les cayó. Yo no se leer pero apenas mis chicas vieron el título ni lo abrieron, lo envolvieron y lo escondieron por si alguno de ustedes volvía. Esto debe ser muy importante para cuando tengan que empezar de nuevo la lucha”, le dijo. Tony abrió el paquete, se aguantó la risa y se lo agradeció con un abrazo. Era el libro Las armas secretas, de Julio Cortázar.  

La ciudad de Córdoba me impactó muchísimo, la matriz ideológica del terrorismo estatal estaba muy consolidada. En Buenos Aires había otro ánimo, más fuerza y luz. Aquí, el miedo y el individualismo acérrimo estaba internalizado en todxs y todo hacía estrellar por los aires la otrora gloriosa referencia de rebeldía.  

Me sumé a la Comisión de Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas. Durante muchos viernes, por la noche viajaba a Buenos Aires para volver los lunes. Iba directo de la terminal al trabajo que había conseguido a días de llegar, como operaria, en negro, en una fábrica. 

No podía visitar a mi vieja por tener antecedentes y respecto de Ernesto, me di con algo inesperado, sus “guardadores” le habían lavado el cerebro y mi hijo era una víctima. “No te podes llevar al niño, nosotros lo tenemos con papeles y todo, dados por un juez”, me dijeron y hasta usaban calificativos como “extremista” y “subversiva”. Así inicié un juicio para recuperarlo. Fueron casi cuatro años desgastantes por tantas trabas, con régimen de visitas y controles.

En ese tiempo, Celia, mi hermana -un año menor que yo- cumplió la mayoría de edad y se casó. En tanto, debía legalizar la situación de Pety, otra de mis hermanas, menor y madre adolescente. Entonces, me responsabilicé ante el juzgado por ella y su beba. 

Tras muchos amores y amoríos, una mañana conocí a mi compañero y a la noche decidimos unir nuestras vidas, le dimos un hermano a Ernesto y seguimos juntos y en la lucha, avivando la sagrada llama de no ser jamás moderados.

Como dije al testificar en el juicio contra los genocidas: “Tuve la suerte de nacer en una familia con conciencia de clase y de organización”. Por lo tanto el compromiso es algo innato, para mí fue normal crecer para ser militante revolucionaria, tener una actitud ante la vida, los sentimientos, los principios y una práctica consecuente. Así, durante todos estos años, a falta de una organización política, partidaria, he puesto mis aportes en distintas propuestas de lucha. 

De la organización Familiares de Desaparecidos y Presos Políticos y Gremiales pasé al grupo querellante pionero por los juicios, que impulsaba la querida María Elba Martínez. Luego, al taller Julio Cortázar, al Centro de Solidaridad y Amistad con la Revolución Cubana (CESAR), a la Unión por los Derechos Humanos (UniDHos), la Coordinadora Contra el Servicio Militar Obligatorio, el Foro por los 500 Años, la Coordinadora Antirrepresiva, el Movimiento de Unidad Barrial (MUB), los Centros Vecinales Autoconvocados y la Comisión por la libertad de los presos políticos.

En particular quiero señalar que UniDHos desarrolló un trabajo militante muy de avanzada, por su política de nuevo cuño, apertura y carácter clasista pero se vio minado por los manejos destructivos de un par de elementos reformistas. 

Siempre he sostenido que si un miembro contrae un virus que lo gangrena lo más saludable es extirparlo antes que pudra a todo el cuerpo. Pero en este caso, una mala votación tiró por la borda esa trayectoria acabando con un organismo muy necesario en la ciudad.

En un plano internacionalista, desde fines de los ’80 me relacioné con distintos movimientos solidarios con presos políticos de otros países. Siempre he sentido que la solidaridad es un deber, de modo que la lucha por la libertad de nuestrxs presxs políticxs y del mundo es una bandera que nunca voy a arriar.

Siempre en lucha y resistencia. Fraternalmente. Hasta la victoria siempre.

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