Alejandrina Gómez
Santa Fe, Santa Fe, Argentina
Corría el año 1981 y en los primeros días de diciembre comenzamos a pensar la Navidad. Para esas fechas nos daban ciertos permisos así que nos dividimos en grupos para organizar lo que haríamos para celebrar. Con algunas de las compañeras nos entusiasmamos con representar un cuento de Aida Bortnik publicado en la revista Humor y relacionado con la festividad, no recuerdo el nombre. Nos pusimos a ensayar casi diariamente en el lavadero.
El 20 de diciembre a la noche, cuando ya estábamos en la celda, me avisaron que al día siguiente saldría con libertad vigiladaRégimen de libertad con controles periódicos ante la polícia local a los que fueron sometidos los presos políticos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN).. Hacía un tiempo largo que me habían hecho firmar unos papeles relacionado con eso. Hubo gran alegría y organizamos la partida: en ese entonces estábamos de a dos en las celdas y varias compañeras habían recuperado la libertad.
El 21 de diciembre había visita de contacto con los hijos y familiares directos y vendrían mi hija y mi mamá. A la mañana, cuando se abrieron las celdas, comenzó la despedida con las compañeras. Surgió ese sentimiento contradictorio de recuperar la ansiada libertad, el encuentro con la familia, los seres queridos y al mismo tiempo el dejar a las compañeras, ese nido de contención que me abrigaba y fortalecía. Quedaban allí, en la cárcel, y yo con el eco de sus saludos y sus gritos. Me llamaron para ir a la visita. En la requisa ya les habían informado a mis familiares que me iba. En el transcurso del encuentro me dijeron que debía volver al pabellón para prepararme. Emoción, desconcierto, abrazos, regalos y luego trámites y la calle.
Pasé Navidad en Capital Federal para poder ver a mi compañero, que estaba en la Unidad N° 9. Fueron días de muchas emociones: lloré, reí y abracé mucho. Me reí de mi misma, porque no conocía el dinero ni su valor e hice muchas macanas. Lo más lindo fueron los encuentros: con mi hija, de la que me separaron cuando tenía seis meses y en ese momento tenía casi siete años; con mi mamá, que fue abuelaza y madraza, y con mi compañero, al que mi hija empezaba a descubrir como su papá y yo como par y pareja nuevamente. Otro encuentro hermoso fue con la familia con la que mi mamá y mi hija se alojaban cuando iban a visitarme: con ellos celebramos la Navidad. No solo brindaron una cama y comida también dieron cariño, respeto y juego. Es una familia que hoy siento como mía y mi hija también.
Llegué a Santa Fe unos días antes de Año Nuevo: en la estación de colectivos me esperaban familia, amigos, compañeros y un poco de Devoto, estaban las Almirón. Fue una gran emoción empezar a sentir en libertad que las compañeras y los compañeros eran familia donde estuviéramos. Además valorar el afecto y cobijo que muchas y muchos cumpas -algunos ex presos políticos-, amigas y amigos de la vida brindaron a mi hija y a mi madre. También me conmovió la apertura de ella, que los recibía y valoraba como si entendiera o apoyara mi opción de vida -lejos estaba de recordarla así-: escuchaba aportes y sugerencias, no tenía reparos cuando le pedían a su nieta, mi hija, para llevarla a pasear o festejarle el cumpleaños en casa de alguna compañera o amigas.
Lo relatado me llevó a pensar e interpretar la opción no deliberada, con mi compañero, de abrir puertas, las de la casa donde viviéramos para compartir lo que hubiese. Recuerdo un domingo a la noche, que junto con otra pareja de nuestro barrio decidimos comer juntos: eran tiempos de misiadura ¿Qué había para comer y compartir? ¡Papas! Entonces, las hicimos fritas y esa fue la cena cargada de buena onda y risas y no por estar alicorados. Solían y suelen venir compañeros y familia de distintos lugares.
Albergar en nuestra casa a una niña de Formosa, que necesitaba radicarse en nuestra ciudad, nos reafirmó en ese modo de vivir por el que optamos, de puertas y corazones abiertos. Yo trabajaba en la entonces Escuela de Servicio Social, allí fui docente, directora y, en dos gestiones, secretaria académica. Pero por sobre todos los cargos, junto con otras compañeras y compañeros militamos la formación con tanto entusiasmo que mi compañero decía que tenía mi “matrimonio paralelo”, por el tiempo que le dedicaba.
Un día recibimos en la escuela un llamado para indagar si sabíamos de alguna familia que quisiera hacerse cargo de una niña de ocho años, con sordera, que debía trasladarse a Santa Fe para acceder a la Escuela Especial que les habían recomendado. Decidí llamar a Miguel, mi compañero, que en ese entonces trabajaba en CáritasOrganización de la Iglesia Católica que coordina la Pastoral Caritativa., y le pregunté qué pensaba sobre recibirla en casa. Aceptamos el desafío y así le dimos la bienvenida. Y toda la familia aprendió lengua de señas. Procuramos darle afecto, acompañar sus deseos -por ejemplo, ir a danza- y que volviera a jugar. Lloramos con ella cuando extrañaba a su familia o venían a visitarla un fin de semana y debían partir. Nos emocionamos en los actos de la escuela y aprendimos que los sordomudos también cantan, Color esperanza y el Himno Nacional.
También se abrieron las puertas y los corazones para disfrutar la comida, el descanso y las charlas interminables. Como cuando llegó el tiempo de hacer el libro de los compañeros de Coronda. Hubo lugar para proyectar, pensar, escribir, comer, tomar unos cuantos vinos y también alojarse. En período de juicios, nuestra casa también fue lugar de encuentros y de volcar dudas sobre el desafío de declarar y celebrar sentencias.
Del mismo modo fue el espacio para organizar los 24 de Marzo -Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia-, los homenajes a las y los compañeros de Ingeniería Química y Escuela Industrial -desaparecidos y muertos en dictadura- y al finalizar disfrutar junto con los que venían de distintos lugares del país: choripán, vino y guitarreada mechados con anécdotas de todo tipo. Sentíamos presentes a aquellos que homenajeábamos.
Así aprendí -y lo enseñé en la docencia- que las instituciones, la casa y el hogar que integramos no son paredes, son proyectos que solidariamente se construyen y hacen posible el bien común.
Para terminar, aclaro que hablo en pasado porque fue. Cuando la pandemia pase, volveremos a reunirnos y a celebrar la vida: de eso se trata el ser colectivo.
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