Por el mundo

Que veinte años no es nada

María del Carmen Sillato

Toronto, Canadá

Llegamos a Canadá el 16 de marzo de 1983. Éramos cuatro: mi compañero, Alberto; nuestros hijos Gabriel -nacido en cautiverio- y Marcos -el más pequeño-; y yo. Cinco días después, día de la primavera en el nuevo país, nos sorprendió la primera nevada. No teníamos leche en casa y con un niño de cinco años y un bebé de nueve meses no había alternativa; alguno de los dos progenitores debía afrontar los desafíos de esa cruda realidad de 10 grados bajo cero, con fuertes vientos y caída incesante de copos blancos. Se imponía cumplir con las obligaciones impostergables de cualquier adulto responsable. La sesión de consulta entre padre y madre duró unos minutos. La buena razón convenció a la madre de llevar adelante la misión, porque era la única que había traído calzado de invierno de Argentina. 

Con mis botas a estrenar y un sacón de nutria, regalo de mi querida compañera Marta Bertolino recibido de su madre en la juventud, tomé impulso. Bajé los catorce pisos que me separaban de la calle y salí desafiante. Con férrea decisión comencé mi primera caminata sobre la nieve. A los cien metros, vi una pequeña isla limpia sobre el pavimento y hacia allí dirigí mis pasos. Acto seguido, me encontré volando por el aire y, con la velocidad del rayo, di con todo mi cuerpo contra el piso ¡Uy, qué dolor! Con no menos velocidad me puse de pie, me sentía una actriz en un escenario a la que observaban desde las ventanas vecinas. Solo esperaba aplausos, avergonzada. Aún así avancé hasta el supermercado, compré la leche y cumplí mi cometido. Luego, me enteré que eso era normal y que muchos se caían durante las tormentas ya que esas islas traicioneras eran de puro hielo, muy resbaladizas y difíciles de sortear.

Más difícil todavía, había sido aterrizar en una realidad tan diferente a la nuestra, con una lengua esquiva que no se dejaba dominar. Cargábamos una mochila al hombro con una historia dolorosa aún fresca en la memoria, el recuerdo de las pérdidas queridas y una familia que nos despidió llorando en el aeropuerto. Habíamos sobrevivido una vez, era nuestra obligación sobreponernos. 

Encontramos enseguida el calor solidario de compañeras y compañeros argentinos, chilenos, uruguayos, salvadoreños y guatemaltecos que, en su mayoría, cargaban mochilas similares a la nuestra. Canadá demostró su generosidad proveyéndonos de una vivienda amueblada y una mensualidad para gastos de rutina durante el primer año. Así comenzó a marchar nuestra nueva vida: Alberto estudiando inglés, primero, y luego, trabajando. Los chicos, uno en la escuela y el otro en la guardería. Y yo, dando clases de español. 

En 1984, envié mi testimonio legal para ser presentado en la causa por la desaparición de María Sol Pérez, causa que quedaría suspendida luego por las leyes de Punto Final y Obediencia Debida.

En 1985, regresamos por primera vez a nuestro país. Al volver a Canadá decidí revalidar mi diploma de Licenciatura en Letras y comencé mis estudios de posgrado en la Universidad de Toronto. Centré mi investigación en la obra de Juan GelmanJuan Gelman (1930 – 2014)​ fue un renombrado poeta argentino. Se desempeñó como periodista, traductor y militante en organizaciones guerrilleras. Exiliado durante la dictadura militar iniciada en 1976, retornó a la Argentina en 1988 aunque se radicó en México. Buena parte de su vida y obra literaria se vieron signadas por el secuestro y desaparición de sus hijos y la búsqueda de su nieta nacida en cautiverio. Fue el cuarto argentino galardonado con el Premio Miguel de Cervantes. Se lo considera uno de los grandes poetas contemporáneos de habla hispana,​ y un «expresionista del dolor».​. La lectura de sus poemas escritos en el exilio hizo que se rompiera el hilo que contenía mis emociones y me lanzara a escribir mi testimonio: desde el secuestro, en enero de 1977, hasta el levantamiento del Poder Ejecutivo Nacional (PEN), en febrero de 1981, y el nacimiento de mi hijo Gabriel en el centro de esa historia. Lloré una y otra vez ante mi propio relato hasta que el dolor se fue apaciguando. Publiqué ese texto en 2006 como Diálogos de amor contra el silencio.

Si bien desde el principio participé en comités y actos de solidaridad ante cualquier abuso a los derechos institucionales y/o humanos en Latinoamérica y en otras partes del mundo, fue sin duda en el ejercicio de la docencia donde pude reconectarme con mis ideales de los años de militancia política. Mi curso de Literatura Testimonial Latinoamericana, entre otros, iba dejando sus marcas en mis estudiantes y ellos lo agradecieron. Logré motivarlos a conocer más sobre nuestras historias de dolor e injusticias e interesarlos para el trabajo voluntario en Latinoamérica. Hace un par de meses una colega me comentó que Amy, una estudiante que había tomado mi curso en 2005, había publicado en Facebook palabras sobre el impacto que ese curso tuvo en su vida, abriéndole los ojos ante realidades desconocidas para ella. Su texto decía: “Resulta que, en el fondo, todavía me preocupan las mismas cosas”. A veces las semillas caen en tierra fértil.

En 2007, llevé adelante un trabajo de investigación sobre la escritura como reparación del trauma. Me basé en mi propia experiencia de escritura e invité a ex prisioneras y prisioneros argentinos radicados en Argentina, Canadá y los Estados Unidos para escribir relatos creativos, que giraran en torno a sus experiencias de cautiverio. El resultado fue una compilación de historias y expresiones artísticas titulada Huellas. Memorias de resistencia (Argentina 1974-1983), que fue publicado en 2008 por la Nueva Editorial Universitaria de la Universidad de San Luis (UNSL). En 2019, la editorial generosamente realizó una segunda edición de cuatro libros -entre ellos estuvo la compilación- que integraron la serie Derechos Humanos (DDHH)

Mi lucha por la verdad de lo ocurrido en Argentina en los años de terrorismo de Estado y la búsqueda de justicia por y para quienes fueron asesinados o desaparecidos, me ha llevado a declarar en tres oportunidades en los tribunales de Rosario por juicios de Lesa Humanidad. En todos estos años he dado charlas a estudiantes secundarios y universitarios y he participado de paneles y videos sobre el tema. En 2006, fui parte del comité organizador de la semana de actividades realizada en Toronto, en conmemoración del treinta aniversario del golpe militar. La numerosa participación del público latinoamericano y canadiense en estos eventos excedió nuestras expectativas y objetivos. 

“Que veinte años no es nada”, decía Gardel. En mi caso ya han pasado treinta y siete desde mi partida de Argentina pero, a diferencia del tango, he regresado decenas de veces. Mi vida está aquí, donde he criado a mis hijos, he tenido la oportunidad de completar estudios de posgrado, he trabajado por más de veinticinco años en la Universidad y hoy disfruto de mi nieta y nietos. Me separé de Alberto en 1989 y posteriormente, conocí a Juan con quien he construido una nueva vida. Compartimos además un pasado militante. Lleva en su mochila el recuerdo de su hermano Oscar -desaparecido en 1977- y su cautiverio de año y medio en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMAEscuela de Suboficales de Mecánica de la Armada, fue centro clandestino de detención. Actualmente alberga el Archivo Nacional de la Memoria.). 

Soy parte del colectivo de compañeras y compañeros argentinos a los que considero mi familia en estas latitudes. Tenemos una historia común de militancia, cárceles y exilio. He cultivado mi amistad con muy buenas personas oriundas de este país y de otros rincones del mundo. Hoy apoyamos la causa Mapuche en Chile, así como también cualquier otra iniciativa política o económica orientada a reafirmar la libertad y la justicia en este complejo universo, incluso en Canadá.   

Mi vida también está allá, en Argentina. Las raíces se han fortalecido con el cariño de mi familia, de compañeras y compañeros, de amigas y amigos. Ese amor por lo nuestro lo he pasado a mis hijos, quienes buscan siempre la oportunidad de viajar y rencontrarse con afectos antiguos. Mi interés por lo que se vive a diario allá y mi apoyo a quienes trabajan por la construcción de un país mejor y más justo nunca han decaído.

“Confieso que he vivido”, decía Pablo Neruda. Hoy comprendo más que nunca el sentido profundo de esas palabras. Hasta aquí, nosotras y nosotros, quienes atravesamos el fuego y hemos visto de frente el horror, hemos seguido adelante. Nos une no solo el pasado, sino también nuestra firme voluntad presente de construir nuestra memoria; para que no se olvide, para que no se niegue la verdad de lo ocurrido. Esa firme voluntad nos hermana.

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