Las del puerto

Rawson desde adentro

Raquel Mac Donald

CABA, Argentina

Nos miramos las seis: ya habían pasado más de dos horas y las paredes de la avioneta se enfriaban, sentíamos cada vez más frío. Veníamos de Santa Fe, era fines de febrero de 1972. Comprendimos que nos llevaban a Rawson. Pasaron una cantidad de horas que no puedo determinar hasta que arribamos a lo que suponíamos era el aeropuerto de Trelew. De allí, nos llevaron en celular hasta el penal de Rawson y nos ubicaron en el pabellón de las mujeres. Nos recibieron con alegría viejas compañeras que nos presentaron a otras. Era como una gran colmena y se leía y discutía sobre temas variados. Las familias mandaban lana y elementos de costura, libros y encomiendas con alimentos. 

Allí conocí a compañeras entrañables e inolvidables. En los pabellones de abajo estaban los compañeros. A través de algún vidrio roto de los tragaluces que había en el piso, nos comunicábamos. A nivel político, se había elegido un delegado por organización y por pabellón que mantenía reuniones periódicas por este medio. En otra ala del penal estaba el pabellón donde se encontraba preso Agustín Tosco con sus compañeros de lucha del Sindicato de Trabajadores de ConCord y del Sindicato de Trabajadores de MaterFer (SITRAC-SITRAM). Dormíamos en celdas individuales cerradas por fuera pero nos dejaban la luz encendida hasta la hora que quisiéramos. Las celdas reflejaban el carácter de sus ocupantes: algunas, estaban ordenadas y pulcras con detalles de adornos y fotos; otras, desordenadas, como la mía. No faltaban los símbolos correspondientes a cada organización o tendencia política.

Cada vez llegaban más compañeras y compañeros de las distintas organizaciones y de diferentes provincias. Comenzaron a darse discusiones políticas y análisis más profundos de la realidad. Cuando llegaban compañeros trasladados de otros penales se los recibía a los gritos, a través de las ventanas enrejadas.

En junio, hicimos una huelga de hambre en protesta por la habilitación del Buque Cárcel Granaderos junto con las presas y presos políticos de Devoto y Resistencia. También se sumaron familiares en Santa Fe, La Plata y Trelew. Hubo fuerte apoyo y reclamos a nivel nacional e internacional. Los apoderados nos llevaban azúcar con jugo de limón para el mate. En el penal nos pasaban películas de comidas: recuerdo un primer plano de unos huevos fritos hermosos. Levantamos la huelga después de once días, cuando todos los del buque fueron trasladados, principalmente, a Rawson. 

Así se fue gestando la fuga. Al principio, la manejaba solo un grupo de conducción, pero todas la preparábamos con diferentes tareas. Aunque se desconociera el objetivo, lo suponíamos. Se confeccionaban las bolsas para taparles las caras a los guardias cuando se los redujera y se hacía gimnasia de preparación como flexiones y caminar agachadas. El día previo se nos informó a todas las compañeras: algunas decidieron quedarse pero fueron las menos, porque tenían posibilidad de salir en poco tiempo o habían caído sin mayor compromiso político o se mantenían al margen.

Para concretar la fuga se eligió el Día de la Virgen, el 15 de agosto. Se impartieron las instrucciones y me habían informado que durante la huida estaría primera en la segunda fila. Una vez reducidas las celadoras de los dos pabellones de mujeres emprenderíamos la retirada agachadas y en formación. Cada una salía con lo puesto, pero lo más abrigada posible. Todos los pabellones se abrieron. El penal estaba bajo control de los compañeros y las compañeras.

La última imagen que guardo de María Angélica Sabelli es apoyada contra la pared entre los dos pabellones: atenta, seria y en acción, ella que era toda sonrisa. A pocos pasos de la puerta de salida, un compañero vestido con uniforme de guardia nos anunció: “La fuga ha fracasado, deben volver a sus celdas en silencio. Den media vuelta y regresen”.

Pensé: “No puede ser, es un guardia que nos quiere engañar”. Pero no, era la verdad: sentí una sensación rara, mezcla de desilusión y temor. El penal seguía tomado y volvimos a los pabellones. El grupo de la vanguardia logró llegar al aeropuerto y partir en un avión hacia Chile y después, a Cuba. El segundo grupo llegó tarde y fracasó su huida. El resto, quedamos en el penal. No llegaron los camiones para unificar la partida y salir todos del aeropuerto como se había planeado. Hubo confusión en la interpretación de las señales. El Ejército había rodeado el penal y se escuchaban disparos. Todas las compañeras estábamos cuerpo a tierra esperando el desenlace. Por la radio escuchábamos las noticias. Los compañeros y compañeras hacían tratativas para la entrega del penal y evitar una masacre. Mientras tanto, el Ejército iba avanzando. Desde el primer piso, donde estábamos, se podía ver algo de lo que pasaba afuera. El lugar estaba a oscuras y nos iluminábamos con linternas. Tratábamos de distender la situación con alguna ocurrencia, siempre intentando conservar el buen humor.

Al amanecer, el penal ya estaba en manos del Ejército: se escuchaba el ruido de las armas y de las botas que venían avanzando. Nos ordenaron que fuéramos a las celdas. En la mía, que quedaba cerca de la reja de salida, seguía prisionera la celadora de nuestro pabellón. Entonces, fui a la celda de otra compañera. Cerraron celda tras celda en forma brutal. Después que estuvieron todas con llave, las abrieron a patadas y nos hicieron salir de a una. Nos llevaron a un cuarto de requisa, donde nos hicieron desnudar y vestirnos bajo la mirada de una celadora que parecía espantada. De allí nos llevaron a otro pabellón -en la parte vieja que no se usaba más- sin calefacción y con vidrios rotos. Cada celda tenía únicamente un colchón. Hacían requisas a cada rato en forma violenta y solo podíamos ir al baño cuando nos llevaban.

Pude ver que en uno de los patios hacían una gran fogata con todo el material que arrancaban de los pabellones: guitarras, libros y lo que encontraban. Estuvimos en esa situación durante unos diez días. Pero poco a poco se fue distendiendo el terror. Una compañera consiguió una radio que le pasaron los presos comunes y logró mantenerla oculta, así nos enteramos de la Masacre de Trelew. Mirta -la hermana de Ricardo Haidar- que estaba en la celda vecina a la mía, lloraba silenciosa y desconsoladamente. Después, nos enteramos que había tres sobrevivientes: María Antonia Berger, Alberto Camps y el Turco Haidar.

Esta foto me la tomaron en febrero de 1972 cuando fui detenida en Santa Fe. Pertenece al álbum encontrado en septiembre de 2020 por la Interventora de la Agencia Federal de Inteligencia. Me la entregaron justo en estos días.

Una mañana, después de la Masacre, nos esposaron a cada una con un soldadito y fuimos en fila por un gran pabellón hacia la puerta de salida, sin saber el destino. Pero el humor siempre estaba presente. Mientras nos iban esposando, una compañera tucumana -de las más jovencitas- se puso a cantar: “Cada cual busca a su pareja”, recordando la canción. Nos subieron a dos camiones y arrancamos hacia quién sabe donde. Empezamos a gritar: “¡Pueblo de Rawson nos llevan a todas, no sabemos a dónde! ¡Avisen a nuestras familias!”. Terminamos todas en la cárcel de Devoto. Nos instalaron en un pabellón celular. Después de la requisa nos encerraron en celdas individuales con un inodoro que no funcionaba y un vanitory de tiempo inmemorial. La puerta era de una madera muy gruesa y pesada.

Como tenía un fuerte dolor de muelas, pedí calmantes que nunca llegaron. De repente, una celadora abrió la puerta y, como si estuviera en un hotel, me preguntó: “Señora, ¿quiere los diarios?”. Los diarios no aparecieron y el dolor de muelas era cada vez más insoportable. Después de un día nos empezamos a ubicar en la nueva situación, a hablar a los gritos por las ventanas y a través de las cañerías. Otra vez se fue distendiendo el clima. A los dos días me abrieron la celda y me dijeron: “Tome sus cosas y sígame”. Me llevaron con tres compañeras a la federal y nos alojaron en los tubosCelda de castigo en la jerga carcelaria. individuales con colchones manchados de sangre. Nos “cuidaba” un policía con expresión libidinosa mientras nos decía que podíamos bañarnos en las duchas, que él nos cuidaba.

Nos hicieron el pasaporte. Yo tenía la cara muy hinchada por la infección. Esa foto también la pusieron en el pasaporte de mi hermana, quien salió unos días después. Cuando viajábamos juntas, pasaba ella primero. Nos llevaron a Ezeiza donde partimos hacia Lima en un avión de línea. Pude conocer el Perú de Velazco Alvarado y el Chile de Salvador Allende. Nos habían otorgado la opción, que consistía en no volver al país mientras hubiera Estado de Sitio, ya que estábamos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN). Teníamos que salir a un país no limítrofe y, una vez allí, podíamos ir a cualquier lugar. Los abogados y los familiares hicieron posible esto.

Nos quedaba la etapa más esperada: el regreso a la Argentina. Volvimos un día antes de la asunción de la presidencia de Héctor José Cámpora Héctor José Cámpora (1909-1980). Político argentino. Secretario de Juan Domingo Perón durante su proscripción en el exilio. Presidente de la Nación Argentina entre mayo y julio de 1973. ¡Lo habíamos logrado: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”!

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