Bonaerenses

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Graciela Celina Imaz

San Isidro, Buenos Aires, Argentina

El 9 de febrero de 1975 nos detuvieron. Fue en Tucumán, el día que empezaba el Operativo Independencia del Ejército, al mando del General Vilas. Nos gobernaba Isabel Perón. Empezaba el ensayo represivo de lo que, al otro año, sería el golpe de 1976.

Un día de marzo, pero esta vez de 1981, nos liberaban. Digo “nos” porque juntos, con mi compañero de vida Tojo nos atraparon y juntos recobramos la libertad. Cada uno desde su cárcel: Devoto yo y Rawson él, y Caseros, que años más tarde sería derruida.

Así, esa mañana se abrió la puerta de la celda y la celadora me dijo: “Prepare sus cosas”. Eso era que me iba después de seis años, pero ¿adónde? No tenía idea qué podía ser la libertad. No había habido trámites previos, ni avisos. Sin embargo mi corazón me decía que podía ser. Preparé un bolsito rápido, me despedí de las compañeras de celda entre risas y lágrimas. Y cumpliendo con el ritual, me trepé a la ventana, alta como las de todas las cárceles, y grité fuerte que me iba: “Hasta la victoria siempre”. Me respondió un reguero de saludos desde las otras celdas.

Me pintaron los dedos, llenaron planillas y, en un rato, sin poder creerlo, empezaron a abrirse puertas y candados. Me dejaron en la vereda de Devoto. Vestida con el uniforme azul -no teníamos ropa particular- y una total desorientación. Nadie me esperaba. Miré la vereda, el cordón de la vereda que tanto deseaba pisar -cosas extrañas se extrañan-, los árboles y, caminando despacio, fui hasta la esquina. Había un bar y adentro familiares que me ayudaron. Llamé por teléfono, ¡qué extrañeza! En casa de mi suegra era un alboroto, acababa de llegar mi compañero. También solo, también de repente, ahora llamaba yo y no podían creer. Yo tampoco.

Alguien me acompañó hasta la estación Belgrano del tren. Me pagaron el pasaje, con dinero que no conocía: ni los billetes, ni su valor, ni sus figuras. Todo era diferente. Me subieron al tren. Escondía los dedos manchados de tinta y miraba a la gente, pensando que no tenían idea que yo venía de otro mundo, otra historia, de otra Argentina, de otra época.

Contando las estaciones para no equivocarme, me bajé en San Isidro. Y ese momento, es el más fuerte de mis treinta y nueve años de libertad. Parado en el andén estaba mi compañero de la vida, mi marido, flaquísimo, canoso, sonriente y a cada lado mis dos queridísimos hijos, Celina y Tomas. Nos fundimos los cuatro en un abrazo anhelado durante seis años.

Había dejado una chiquita de dos años y encontraba una preciosa nenita de ocho. Había dejado un nene de cinco años y encontraba un muchachito de once. Ese fue el primer capítulo de mi libertad, reconstruir la familia y la pareja. Un largo y sostenido trabajo de amor y constancia.

Ese primer año tuvimos libertad vigilada con controles policiales y de inteligencia. Y con restricción territorial de movimientos, de manera que la búsqueda de trabajo se limitó a la zona donde vivía. Mi primera ocupación fue con un médico, que se animó a darme trabajo, en su consultorio. Fue durante dos años. Aún duraba la dictadura. Era difícil reinsertarse socialmente, hablar de lo vivido y convivir con el miedo de los otros. De a poquito íbamos ganando terreno en la vida cotidiana, familiar y laboral, reencontrándonos con viejos compañeros y amigos.

Recuperé mi título de Asistente Social, cuando me recibí, en el ’68, no se decía Trabajadora Social. Una vez superada la vigilada comencé a recorrer el espinel de contactos para reintegrarme a la actividad profesional. Años después completé la Licenciatura.

Coincidiendo con las elecciones históricas de 1983, del retorno a la democracia, me quedé embarazada. En 1984 nació Ignacio, nuestro tercer hijo y el de la libertad. Otro momento de especial felicidad. Pasamos a ser “familia numerosa”. Y con el tiempo llegaron cinco nietos.

Trabajando con la realidad social

Desde la parroquia del Padre Mario Leonfanti trabajé, al principio, en un equipo interdisciplinario con las familias de compañeros desaparecidos, en especial los niños, dándoles apoyo integral. Aún transitábamos la dictadura. Luego, con refugiados, desde la Comisión Argentina de Refugiados. Con la vuelta de la democracia y desde la provincia de Buenos Aires, participé de programas de Atención Primaria de la Salud, desde Organizaciones No Gubernamentales (ONG’s) en programas de autoconstrucción de viviendas y salud y en programas de promoción integral de la infancia y adolescencia dirigidos a poblaciones vulnerables. Siempre con la presencia de una enorme diversidad de mujeres, motoras, organizadoras y luchadoras incansables en cada tema. Sin ellas no hubiera sido posible llevarlos a cabo. Construyendo derechos, capacitando y luchando por su reconocimiento laboral.

Ramona

Tengo el recuerdo de una mujer de pueblo que vivía en una villa. Yo, trabajando desde el centro de salud local, recorría diariamente el barrio, haciendo el seguimiento de chicos en riesgo. Ella vivía en una sencilla casita a orillas de un arroyo. En su casa, cuidaba chicos de otras mujeres que salían a trabajar. Haciendo visitas, la conocí. Corría el año ’84. La dictadura había dejado mucho desempleo y las mujeres salían a parar la olla. Ramona apoyaba cuidando sus hijos. La iniciativa había sido de ella. Otras mujeres la apoyaron, organizando la pequeña guardería. Se convirtieron en “mamás cuidadoras”. Cuando su casa quedó chica buscamos apoyo en el cura del barrio. Y prestó la capilla: la guardería se trasladó allí y fue creciendo y organizándose, yo me sumé al equipo apoyando y gestionando recursos. Pero siempre Ramona al frente con fuerza, con empuje. Hoy es un jardín maternal y de infantes, con edificio propio, reconocido por el sistema educativo, con docentes, donde van cerca de cien chicos del barrio.

Pasaron los años y no la volví a ver pero Ramona siempre me significó esas mujeres de nuestro pueblo de corazón grande y manos dispuestas, capaces de cualquier hazaña. Que se comprometen y se ponen al frente de lo que haga falta. 

En aquellos años había muchos curas en la “opción por los pobres“, que habían generado este tipo de organizaciones sustentadas por mujeres. Me entusiasmó mucho trabajar con esta realidad y me sumé durante muchos años a contribuir para formar redes con estos grupos y organizaciones. Desde un espacio de Iglesia y con apoyo del Obispado fuimos trabajando en equipo, para desarrollar estas redes y brindar la mejor atención integral a nuestros niños y adolescentes más pobres. A la vez, capacitar y reconocer los derechos laborales de tantas “mamás cuidadoras” y maestras. Llegamos a nuclear a más de cien instituciones alcanzando a diez mil chicos aproximadamente. Luego nos coordinamos con otras redes y organizaciones del conurbano, constituyendo Interredes.

En mi memoria, a la imagen de Ramona, se suman la de otras mujeres: Chela, Quichi, María, Susy, Elvira, Teres y tantas más. A quienes agradezco todo lo que me enseñaron y la fuerza y compromiso que me transmitieron.

Sueño cumplido, 1990

Nos tiraba la tierra y realizar un proyecto productivo en el campo. Entonces, decidimos comprar una chacra en Gualeguay, Entre Ríos. Plantamos árboles de pecán. Apasionante plantar novecientos árboles, cuidarlos, verlos crecer y que empezaran a producir.

Hoy, con treinta años, son gigantes, bellísimos. Producimos toneladas de nueces, que exportamos y vendemos en el mercado interno. Es una de las chacras más viejas de pecanes de Entre Ríos. Junto con diez productores fundamos la Cámara Argentina de Productores de Pecán, de la que en un momento fui vicepresidenta. Hoy nuclea a más de cien productores de todo el país.

Con la chacra llegó la afición por la jardinería, las plantas, los árboles, la vida silvestre… que se transmite a los hijos y disfrutamos en familia.

Pintar

Hace unos años me anoté en un taller que ofrecía la municipalidad para aprender acuarela. Así empecé a pintar, desde cero, sin formación, solo por el placer de hacerlo, con una guía, claro. Me integré a un grupo humano muy diverso, pero con la misma sensibilidad. Y voy pintando. Espero hacerlo hasta el último día.

La experiencia de la cárcel, como tantas otras de la vida, integrada de manera positiva, es un bagaje fundamental que me enseñó a vivir de otra forma, valorando y disfrutando la maravillosa libertad de vivir.

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