Bonaerenses

Ser perro verde

Cristina Bazerque

Berazategui, Buenos Aires, Argentina

Durante los años de exilio me sentí un perro verde. Alguien diferente, mirada como diferente, lejana en todo sentido. Viviendo en un país extraño, extrañando nuestras costumbres, guardando para los locales el secreto que me había llevado a su país. La libertad significó respirar otros aires, pero también, en un principio, una inmensa soledad en un país desconocido y con una cultura ajena.  

Mi libertad fue posible porque me otorgaron la opción de salir del país, siempre que no fuera a una nación limítrofe. Dentro de las pocas opciones que nos daba nuestra organización política, elegí México. Ese recorrido no era fácil. La foto para el pasaporte la sacaban contra una pared blanca, en la cárcel de Villa Devoto. Te trasladaban a Coordinación FederalCentro clandestino de detención ubicado en la Capital Federal argentina que desde 1974 y sobre todo a partir del golpe cívico militar de 1976 fue uno de los más activos., a un calabozo, y cuando todo estaba listo te llevaban en un patrullero al aeropuerto de Ezeiza, con la advertencia de que nunca regresaras porque eso significaría tu fin. El comandante del avión te retenía el pasaporte y no te lo entregaba hasta llegar a destino. Y en la rueda de las valijas tenías que adivinar cuál era la tuya, ya que con suerte alguien, que no eras vos, te la había preparado.  

Pero llevabas en un rincón de la memoria las instrucciones, secretas y dadas en el último minuto antes de que se abrieran las rejas, la cita. La mágica cita que te iba a reenganchar con los compañeros. Allá, tan lejos de todo. Y así fue. Y en la calidez de los compañeros que te recibían, te aconsejaban, te ubicaban un lugar donde vivir mientras lograbas adaptarte y conseguir un laburo. Volvías a respirar y sonreír. El único momento en que no eras un perro verde. El lenguaje era común, los modos también. Las reuniones, ricas en debates y planificación, eran un remanso. Uno ya se podía sentir en casa. No importaba realmente que a estos compañeros los acabaras de conocer. Los lazos que se generan cuando se habita, se mira y se comprende el mundo con los mismos ojos son estrechos y a veces hasta sobran las palabras. Esta experiencia no fue solo personal, fue común a todos los que llegábamos, con mayor o menor grado de incertidumbre, y la solidaridad nos reparaba.  

En el exterior militábamos. Manteníamos nuestro grado interno y teníamos ámbitos de discusión y formación. Como nuestra organización no permitía la intromisión en la política del país huésped, ni accionar alguno, solo nos formábamos para volver a la Argentina y continuar con la resistencia. Sabíamos que si queríamos dejar un mundo mejor para nuestros hijos, para todos, dependía de nosotros. Del esfuerzo colectivo.  

Mientras preparábamos el retorno, devolvíamos la solidaridad recibida a los que recién llegaban. Compartíamos nuestras casas, libros, ropa y socializábamos nuestros ingresos -los que teníamos trabajo-, todos vivíamos con un presupuesto igual. Y a pesar de ser como un perro verde, vivíamos con alegría. Sabíamos que la vida era nuestra victoria, y esa alegría era una ofrenda a los compañeros que se habían quedado.  

Teníamos tres casas operativas. Mi primera casa fue en la Villa Olímpica, construida para los atletas en el ’68 y, como todo, comercializada después. Un departamento en un noveno piso, donde vivían Alberto y Rosa, su compañera. Recuerdo a Alberto el día de su partida diciéndonos en tono festivo que la dictadura no lo había podido matar, pero tuvo que caer en esa boca, la de Rosa, por supuesto. Esta frase la recuerdo como la síntesis del amor, la alegría y la humanidad, a pesar del incierto camino que se emprendía.  

Compartí ese departamento con el Tala, el canadiense y Adriana con su hijo. Todos sabíamos de la temporalidad de ese destino. Y esto hacía que viviéramos los días con intensidad. Con sueños y utopías. Eran habituales las charlas nocturnas, después de las tareas y los estudios, en que se fantaseaba qué seríamos después de la toma del poder. Yo quería ser guardaparques, en el sur. Los demás tenían diferentes ambiciones, administrativas o ejecutivas. Pero todos dábamos por hecho que ese día llegaría. No volví a ver a estos compañeros. Pero los guardo en el alma.  

En una de las casas, la de Villa Diamante, no vivía ninguna compañera. Esa fue mi segunda vivienda, y llegué allí, según dijeron los varones -esto hoy sería inaceptable- por la necesidad de tener femineidad en esa casa. La habían conseguido por contactos de contactos. El mexicano es un pueblo solidario y alguien nos prestó esa vivienda, a pesar de que estaba a medio construir. Le faltaban vidrios en el piso inferior, pero no tenía ninguna importancia para nosotros. Sin embargo, la llamábamos la Siberia por el frío que siempre hacía allí. 

En cada casa se funcionaba igual. Y tu ámbito eran los compañeros con los que compartías el lugar. Si cambiabas de casa, cambiabas de ámbito. En ese momento, por un tema de seguridad, no conocíamos otras casas ni otros compañeros con los que no fuera necesario relacionarnos. Recuerdo la visita de un compañero que venía de Argentina. El negro Quieto acababa de desaparecer y este compañero nos contó cómo se dieron cuenta de su ausencia. Cepillo de dientes seco, cama hecha, etc. Todos indicios de ausencia, lo que permitió el repliegue de seguridad. También fue él quien nos trajo las primeras noticias sobre los centros clandestinos de detención en nuestro país. Esas noticias no salían en los periódicos, ni teníamos comunicación rápida como en la actualidad.  

Al país se retornaba de manera cronológica y por grado. Primero, los grados más altos y la segunda selección era por la fecha de entrada a México. Mi retorno se retrasó y, a los seis meses de estadía en México, había que salir para renovar la visa. El destino era Belice. País limítrofe, donde el cónsul mexicano, joven y aburrido, deseaba recibirnos, invitarnos a cenar y mostrarnos el pueblo. La experiencia era alucinante en varios sentidos.  

En esa época Belice era un pueblo como el del Corto Maltés: casas de madera sobre pilotes y calles sin asfalto, excepto la principal. Había sido una colonia inglesa. En la única plaza del lugar los policías vestían uniforme de verano inglés, como si estuvieran en África, como colonizadores, por supuesto. Pantalón corto blanco y sombrero tipo casco inglés. Pero lo contrastante era que quienes vestían como ingleses eran personas nativas, no inglesas. La comida típica era arroz con frijoles negros. Moros con cristiano, la llamaban. Tal vez ahora nada de eso me sorprendería, pero en esa época yo tenía veintidós años y era el segundo país que conocía. Los habitantes, no importaba raza o color, sentían orgullo de tener pasaporte británico. Y esto sí era sorprendente. La plena aceptación de la dominación y el coloniaje.  

Viajábamos en pareja. El compañero con el que me tocó, simulando ser familia, hoy es mi compañero. Cosas del destino, o de la comunicación. Si lo pienso en detalle, encuentro varias casualidades. Como que fue él quien me recibió en la cita inicial de México. Fue él a quien le tocó viajar conmigo a renovar la visa. El responsable de la casa de Villa Diamante era él. Meses después volvimos a encontrarnos, hace cuarenta y cuatro años, hasta hoy.  

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