Navegando el Paraná

Transformaciones

María Rosa Almirón

Santa Fe, Santa Fe, Argentina

“En cuanto objetos de conocimiento, los contenidos deben entregarse a la curiosidad cognitiva de profesores y alumnos. Unos enseñan, y al hacerlo aprenden. Y otros aprenden, y al hacerlo enseñan”.

Paulo Freire.

En los ’90 me levantaba a las 5 de la mañana, con el frío gélido de Mendoza metiéndose por todos los poros, y caminaba un tramo hasta los portones del Parque General San Martín. De ahí seguía hacia los Caballitos de Marly y continuaba un poco más por la espesura de ese bello paseo, cuando la ciudad dormía, para internarme finalmente en los tinglados que pertenecían al Ministerio de Medio Ambiente, Urbanismo y Vivienda de la provincia. En ese lugar marcaban ingreso y egreso los empleados estatales que tenían a su cargo la mantención de las diferentes secciones de las doscientas hectáreas de ese antiguo pie de monte tan trasformado por la mano del hombre.

En ese lugar, bien adentro, se habían acondicionado dos históricas habitaciones de depósito para impartir enseñanza a los que no tenían finalizado el nivel primario. Éramos dos educadoras: Marta, docente con larga experiencia, y yo, recién recibida. Integrábamos el Programa Federal de Alfabetización y Educación Básica para Adultos, creado desde los gobiernos democráticos. En nuestro caso, el convenio firmado entre Nación y ese ministerio provincial pretendía mejorar el nivel educativo de toda esa repartición.

El proceso comenzó a sucederse: dos mujeres metidas en una repartición de hombres fue mi primera impresión. Los alumnos tenían diversas edades, algunos a punto de jubilarse y otros recién ingresados. Con una imaginada resistencia, comenzamos: no querían y recibían cargadas o burlas de los otros compañeros. Llegaban enojosos a las aulas y era común escuchar: “¡Para qué! ¡Somos los burros!”. “Se ríen, me regalan una canastita para que vaya al kínder junto a mi nieta”, comentaba Antonio, uno de los alumnos entrado en años y a punto de jubilarse. Decía ya no necesitar esa herramienta para su vida. Otros apoyaban su fundamento englobando aún más la fuerte idea: “Estoy muy olvidado de todo lo de la escuela y seré muy duro para cualquier cosa, además para qué lo quiero si ya sé arreglarme en la vida”. Estas primeras posiciones se veían con el límite de no poder elegir porque les imponían el cursado. No podían visualizar lo positivo, oportuno y  conveniente como para animarse a transitarlo.

Así, pizarrones, sillas, mesas, algunos libros de los que había o íbamos consiguiendo fueron adaptando los vetustos depósitos a simples y cada vez mejores aulas en las que los adelantos venían de la mano de la motivación de todos: hasta el ingenio para calefaccionar desde el gran tinglado quemando madera vieja dentro de tanques de doscientos litros. Ellos comenzaron a apropiarse de lo planteado, sus procesos y tiempos eran particulares y diferentes. Eso mismo enriqueció lo grupal: se ayudaban, se respetaban desde nuevas perspectivas y se tenían paciencia. Estaban los que necesitaban alfabetizarse y los que debían enfrentar las matemáticas más complejas de los niveles avanzados. La disposición comenzó a transformarse y el buen ánimo y la alegría fueron notorios en esas tres horas. Sus familias comenzaron a apoyarlos y a emularlos. Incluso los otros “no burros” del principio los valoraban y se interesaban por conocer qué transcurría en las aulas. Así comenzó a suceder que en los momentos de descanso en la cuadrilla la preguntas eran: “¿Qué están haciendo ahora?”, “¿tenés algo de tarea?”. Y mejor aún: “Vos que sabés, ¿está bien esto?”.

A los pocos meses esa propuesta de que todos terminaran la primaria tenía huellas increíbles en la repartición, se había transformado la dinámica: la escuela era con mayúsculas, nosotras teníamos valorado nombre y los alumnos eran escuchados y respetados. Ahora no les gustaba faltar, pedían más ritmo y tareas para superarse. Mis cuadras de a pie, desde la parada del colectivo, pasaron a realizarse en el auto de cualquiera de ellos que al tocarme bocina en la calle Emilio Civit me ofrecían solidariamente acercarme al lugar donde todos marcábamos el ingreso ¡Momentos de mucho aprendizaje de vida!

En el transcurrir fuimos testigos de procesos ¡tan propios, tan bellos, tan humanos! Aún lo recuerdo a Ricardo, hombre de edad mediana, muy retraído, soltero, creía entrever poca integración dentro de la repartición y una cierta estigmatización. Ubicado en la primera mesa junto a la que oficiaba de escritorio llegaba primero y era de los últimos en retirarse. Ensayaba su nombre y las primeras lecturas y escrituras independientes aunque le provocaban frustración y ofuscamiento en el inicio. Luego le fue más natural desenvolverse con nuevos códigos y estrategias ¡Sonreía ampliamente! Por temor se agrupaban de a pares, como los niños, era su forma de enfrentar, de animarse, de equivocarse para encontrarle la vuelta y finalmente constatar que de eso se trata el aprendizaje.

En el fondo estaban Luis y Jorge. Ambos vivían en el San Martín, humilde barriada cercana al parque. La paciencia por trabajar organizados y prolijos en los cuadernos les provocaba un esfuerzo adicional ya que las manos acostumbradas a todo tipo de trabajo manual como albañilería, carpintería o changas quedaban grandes y toscas al tomar los lápices con los que debían hacer precisos trazos. Mientras Luis era vivaz, participativo y dinámico en las clases, Jorge parecía como ausente, poco convencido de lo que debía cursar. En determinado momento las actividades presentaron multiplicación y división, allí surgió la polémica por su firme posición al decir sé multiplicar pero no puedo aprender a dividir. Insistí que podía hacerlo con los conocimientos que tenía, nos quedamos un rato para que repasara con mi guía su algoritmo y comenzó a comprenderlo. Entonces le di algunas divisiones de tarea. El lunes siguiente, mostró un nuevo cuaderno anillado regalado por su hijo, a quién había reclamado varias y cada vez más complejas divisiones. El logro también era de la familia toda que se involucraba y compartía en ese proceso ¡Estaba feliz y exultante!

Trabajábamos con el diario, leíamos, interpretábamos, resumíamos, opinábamos. Ese diario local tan cercano a sus posibilidades fue la herramienta que permitió el trabajo lingüístico. Por la necesidad de contar con material adecuado y acompañarlo con metodologías pedagógicas dinámicas e innovadoras me integré como educadora al Programa El diario en la Escuela, que comenzaba a desarrollarse en varias ciudades del país. Con esto no solo ellos accedían a tener diarios donados sino que me enriquecía en lo pedagógico e integraba una red de docentes de diferentes modalidades educativas de la región. Todo esto lo compartía en el aula y ellos recibían la devolución de los otros docentes que los destacaban y admiraban. Esto aumentaba la estima grupal, las ganas se multiplicaban, los desafíos se enfrentaban y la creatividad y felicidad eran lo cotidiano.

Nos fuimos animando cada vez más a incorporarnos a nuevos espacios de la Dirección de Parques y Paseos, así fue que al terminar el primer año de cursado hicimos un acto de fin de ciclo. El despliegue de ideas, energías y compromisos fue maravilloso: escenario, sonido, mesas, sillas, almuerzo, participación de las familias, de autoridades y compañeros de la repartición. Y todo a pulmón, con el aporte de todos y cada uno. El despliegue llegó hasta presentar números artísticos. Habíamos ganado en confianza y atrevimiento al asumir el desafío propuesto.

Los adultos son apegados y conservadores, no pudieron cambiar sus lugares en el aula pero fueron leyendo grupalmente, escribiendo informes y relatando situaciones que sucedían en el parque. Los cuadernos iban y venían en sus bolsos transitando a la hora de descanso o a sus hogares. El orgullo que sentían las familias los estimulaba y en otros casos ayudaron a transformar los procesos críticos de sus hijos respecto de las instituciones educativas. El clima era más que positivo, asombraba a propios y extraños.

Tanto ellos como nosotras constatábamos que era posible potenciarnos, que no se encuentran límites cuando se despliegan ganas y técnica con cuidadosa amorosidad. Para ellos nunca dejamos de ser “señoritas” aunque en algún caso hubiese podido ser casi hija. Aprendimos a respetarnos, a escucharnos, a cuidar del otro. Ellos desde esa simpleza llana desde la que creen no tener nada que dar y nosotras abriéndonos a sus códigos, ausencias, frustraciones y ofreciéndoles adaptaciones y adecuaciones convenientes a sus necesidades y usos. Aprendimos mutuamente que la transformación es posible y que convida a más, porque una empuja a otra y eso sigue multiplicando a otros buenos y sorpresivos momentos. Momentos que son imborrables en las trayectorias de vida, que leudan y salpican a otros, a las familias y a las comunidades.

Me digo maestra, educadora, profesión que la vida me ofreció no por elección sino como lo cercano y posible. La valoraba pero no la elegía, era el camino de María Rosa, mi madre, con la que compartí celda de prisión. Fui detenida a los 19 años en Santa Fe. Estuve alojada en la comisaría 4ta, Guardia de Infantería Reforzada de Santa Fe y Unidad N° 1, cárcel de Villa Devoto de Capital Federal. Presa Política entre el 18 de agosto de 1976 y el 12 de marzo de 1982 a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) por averiguación de antecedentes. Aunque quería ser abogada la vida me permitió esta oportunidad, esta inmensa oportunidad, y me agrada, siempre me interpela y me ubica en reflexiones de buenos pedagogos. Una de estas es de Paulo Freire:

“El mundo no es. El mundo está siendo. Mi papel en el mundo como subjetividad curiosa, inteligente, interferidora en la objetividad con que dialécticamente me relaciono, no es solo el de quién constata lo que ocurre sino también es solo la de quién interviene como sujeto de ocurrencias. No soy solo objeto de la Historia sino que soy igualmente su sujeto. En el mundo de la historia, de la cultura, de la política, compruebo no para adaptarme, sino para cambiar”.

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