Las del puerto

Un hilo que crece

Claudia Mazza

CABA, Argentina

Cuando volví del exilio en 1984, una de las tantas cosas que tenía en mente era seguir con la carrera de Letras que había interrumpido casi por la mitad. Me anoté en la facultad y, para mi gran sorpresa, me bocharon en el primer examen final con un rotundo dos que me pegó como un ladrillazo. Ahí me di cuenta que adentro mío había todo un rompecabezas sin armar de experiencias, ausencias, alegrías, dolores, secretos, donde no entraba ni la Lingüística, ni la Teoría Literaria, ni la Literatura Española Medieval. No había lugar para esas reflexiones y esas memorias tan sistemáticas.

Entonces, como había trabajado de maestra en el exilio, volví a ser maestra. Disfrutaba mucho de estar rodeada de chicos y de traducir los conocimientos al mundo de ellos. También empecé a escribir cuentos infantiles que me publicaron en el libro titulado Las historias de Isogús. Lo tengo como un pequeño logro en mi historia pero francamente hoy me parece lejano, antiguo.

Para ese entonces, tuve la suerte de que me ofrecieran una suplencia en la biblioteca de una escuela primaria. Allí trabajé por cinco años porque la titular no volvió y me encontré con los libros de las nuevas tendencias para chicos: Graciela Montes, Gustavo Roldán, Laura Devetach, Elsa Bornemann, Roald Dahl, Luis Pescetti y muchos más. Algunos de ellos habían circulado clandestinamente en la dictadura militar y con la democracia se abrió un universo que feizmente pude promocionar. Una nueva manera de acercarme a los chicos: mediante los libros y las ilustraciones, que también eran novedosas.

Me fui metiendo con los libros y me anoté otra vez en la facultad. Había materias nuevas sobre Literatura Infantil, Promoción de la Lectura y otros abordajes que tenían más que ver con lo que estaba buscando en ese momento. Además, estaban las materias duras de la carrera que pude hacerlas con el acompañamiento de mi amiga Bárbara, quien había terminado los estudios en tiempo y forma y era profesora en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Le debo mucho a Bárbara, puedo decir que fue mi mentora.

Con la mente más acomodada tuve que enfrentarme con otra limitación: pasarme fines de semana y noches enteras en casa estudiando, cosa que había hecho en otra época pero sin la vivencia del sacrificio. Tuve la suerte de ir matizando la dureza del estudio con amigos.

Para esa época ya tenía una especie de tribu de amistades con quienes me divertía mucho. Hacíamos todo tipo de cosas: fiestas de disfraces, inventos, creaciones, disparates. Así pude ponerle condimento a los días. Todavía algunos se acuerdan de mi cumpleaños de cuarenta, que fue una fiesta de disfraces donde junté amigos y familia. Pude mechar la alegría de estas nuevas amistades con seguir la carrera, lo cual era bastante complicado porque trabajaba como maestra y profesora de francés.

Después de terminar los estudios, la primera vez que tomé el colectivo 55 -que me llevaba a PuánEn referencia a la calle donde está ubicada la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA).– me pregunté cómo había hecho todos esos años para hacer ese mismo recorrido combinado con un montón de otras actividades. No tengo idea, pero lo pude hacer. Y mientras tanto seguía con la biblioteca en la escuela. De alguna manera, las cosas tenían que ver las unas con las otras: los libros con los chicos y los amigos con la creación. Hubo dificultades, pero las pude superar.

Parece mentira, pero me recibí. Fue en el año 1996. Además de los amigos, me acompañó mi familia. Con mis sobrinos comentábamos los cuentos o compartíamos la nueva literatura infantil. Todo eso junto significó una nueva etapa en mi vida. Además, las vacaciones docentes daban la posibilidad de viajar y recorrí algo de mundo con la mochila al hombro. 

Un día -tendría cuarenta y dos, cuarenta y tres años- sentí que era el momento de darle forma a un sueño que había tenido desde siempre: la maternidad. Pertrechada con el diploma, con algo de trabajo en la cátedra de Semiología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y la biblioteca, empecé los trámites para adoptar un hijo.

A principios de 2000 viajé a Apóstoles, Misiones, con mi papá para buscar a Sebas, recién nacido. Ese desafío fue una conmoción muy personal: recibir a Sebas y vivir con él. Ya no los juegos con los sobrinos y la ficción de los libros sino la realidad de la infancia, los trabajos, las profundidades, las inmensas dulzuras, otros miedos, emociones desconocidas, el distinto paso del tiempo, el tedio y la plenitud.

Siento que todo está enlazado, que tuve la posibilidad de seguir siendo la misma, con iguales convicciones: mamá de Sebas, profesora en la UBA y profesora de Semiología en la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Parecía, en un primer momento, una piedra filosofal: ¡Semiología! ¿Qué es eso?, si me lo habré y me lo habrán preguntado. Es el estudio de los signos en la vida social. Una observación crítica sobre todo. Después, en la medida en que la iba desgranando para los alumnos, rescaté el placer de ver en algunas miradas las chispas de estar descubriendo una forma de ampliar el mundo. Esas chispas y mi propia curiosidad fueron lo que me impulsó a perfeccionar las clases, a buscar nuevas formas, a adaptarme a algunas de las nuevas tecnologías.

Dos desafíos -la profesión y la maternidad-, inicios de tropiezos, satisfacciones, alegrías, indecisiones y dolores que tuve la posibilidad de vivir en mi país y en libertad.

Hilachas, retazos, nudos, desvíos que van creciendo. Un hilo… un hilo… lanas de colores, un hilo que cae, que vuelve, que se desdobla, cintas, un hilo que crece, cinta scotch, cabos sueltos, nudos, cintas, un hilo que soy yo y que va creciendo, un hilo más en la telaraña de “Nosotras”.

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