Ana Mirtha Marciale
Villa Rumipal, Córdoba, Argentina
Estuve detenida entre 1975 y 1983 en Buenos Aires. Salí de prisión en 1983, en libertad condicional. Debía presentarme en la comisaría una vez al mes.
Una madrugada llegó un amigo y me dijo: “Flaquita, te compré un pasaje a Buenos Aires. Salió el decreto-ley del dos por uno. Buscá tu libertad y volvé a casa”. Y allí fui, al juzgado de San Martin, en provincia. La noche anterior nos quedamos en vela con nuestros abogados, redactando el documento que solicitaría mi libertad definitiva haciendo uso de mis derechos otorgados.
No noté nada raro, era 1984. Pero la gente iba y venía, conversaban y algunos estaban un poco inquietos. Me pareció demasiado concurrido. Pero sin experiencia seguí buscando la entrada. Vi un ascensor disponible y subí. Tercer piso, creo. Apenas puse el pie fuera del ascensor me atajaron unos tipos: “¿Qué hace usted aquí? ¿Cómo subió?”. Señalé el ascensor. “¿No vio la policía, la gendarmería, los bomberos, las ambulancias… no vio?», dijo uno de ellos. Les respondí que no y les pregunté qué pasaba, confieso que suelo ser un poco distraída. “¡Han puesto una bomba señora!”, me respondió.
El juzgado estaba ciertamente un poco desordenado, pero bastante en pie. Así que tranquilamente y sin inmutarme pedí hablar con el juez. “Es urgente, vengo de muy lejos”, expliqué. Después de algunos entredichos e insinuaciones me hicieron pasar al despacho del juez. Había sido secretario del juez que me había condenado. El tipo había muerto de cáncer y él quedó a cargo. Cual si viera un fantasma expresó: “¿Que hace aquí señora de Dagnese? ¿Cómo llegó? ¿A qué vino?”. Y devolví con otra pregunta: “¿En serio pusieron una bomba?».
Y allí se explayó: habían detenido a Mario Eduardo Firmenich y lo habían llevado al mismo juzgado. El de San Martin, donde estaba mi causa y reclamaba mi libertad por tiempo cumplido. Estuvo un poco reticente (el decreto era reciente y se mostraba con dudas). Finalmente, se rindió ante las pruebas, la documentación, y resolvió mi libertad. Firma. Sello. Guardé el papel y encaré para la puerta.
“¿Para dónde va?”, me dijo alcanzándome. Antes de responder siguió: “La puedo llevar, estoy saliendo en el auto”.
Entonces, le dije: “A ver… ¿usted quiere que suba a su auto? Y si lo reconocen ¿y meten otra bomba?”. Y agregué: ”Un juez de la dictadura y una ex presa política, víctimas de un atentado”. Finalmente, dije: “El colectivo que tomo en la esquina me deja cerca. Gracias, prefiero una muerte más digna”.
Pasaron muchos meses y Norberto, mi cuñado me avisó que lo habían llamado del juzgado (yo no tenía teléfono). El juez estaba arrepentido: que lo tomé por sorpresa, que tendría que rever la resolución, que necesitaba hablar conmigo, fueron algunos de los argumentos. Si vive, todavía me está esperando. Nunca me presenté a la comisaria desde aquel día en que volví con mi libertad firmada.
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