Carmen Ortiz
Bahía Blanca, Buenos Aires, Argentina
El Río Negro tiene una gran significación para mí. En sus orillas, allá por 1973, me enamoré de mi compañero Oscar Pajarito Borobia -hoy desaparecido-, padre de Pablo, nuestro hijo.
Allí volví en 1981 después de la prisión, con libertad vigilada, a vivir con mi hijo, ya de siete años, en la casa de sus abuelos paternos. Con ellos estuvo desde los ocho meses, en la ciudad de Viedma. Conviví allí dos años y medio con mucha angustia y desorientación, a pesar de tener un buen pasar. No había tenido mucho trato con mis suegros, ya que vivíamos en distintas ciudades.
Sentía una gran tensión en el aire. Yo estaba viva y su hijo había desaparecido. No podía atender -casi- a mi hijo, ya que los abuelos seguían disponiendo de él. Tampoco me facilitaban la posibilidad de conseguir trabajo y, así, independizarme. En una oportunidad, mi suegro me propuso atender una oficina inmobiliaria que tenía, pero eso no me fue suficiente para no depender de ellos.
Más adelante, conocí gente a través de la cual logré un trabajo como administrativa en una cooperativa hortifrutícola. Esto me aportó en lo económico y en lo emocional.
Pasó el tiempo y ante mi planteo de querer irme con Pablo, mi suegra reaccionó diciendo: “Vos me quitaste a mi hijo y ahora querés sacarme a mi nieto”. Me proponían que me fuera sola, que dejara a Pablo con ellos y que lo visitara cuando quisiera. Los abuelos sabían que me quería ir con mi hijo, lo hablamos reiteradas veces pero no lo aceptaban.
Así fue que a mediados de 1984, con la ayuda de compañeres y una de mis hermanas, fui a buscar a Pablo a la escuela. Desde allí, nos vinimos a Bahía Blanca, en donde residimos desde entonces. Fue una decisión muy difícil para mí. Por un lado, sentía que no podía seguir más allí y tenía que recuperar a mi hijo. Por el otro, sabía que para los abuelos iba a ser muy duro. Y también para Pablo.
Entonces, los abuelos me demandaron judicialmente para volver a tenerlo -poseían una tenencia provisoria-, argumentando que yo no estaba en condiciones para mantenerlo. Luego de varias idas y venidas a Viedma para las audiencias y con el apoyo del informe de la asesora de Menores y de un abogado, finalmente, me reconocieron la patria potestad absoluta.
Después de mucho tiempo, me di cuenta de que tendría que haber hablado más con mi hijo. Explicarle la importancia de retomar la relación que nos habían cortado nueve años atrás. Y hacerlo en otro lugar. Yo quería y necesitaba darle todo mi amor y contención, ser su madre.
Una vez instalados en Bahía Blanca, Pablo viajaba todos los fines de semana a ver a sus abuelos y se quedaba con ellos todas las vacaciones y cuando él quería. Así, durante años. Nunca tuve la idea de alejarlo de ellos, sabía que los unía un entrañable lazo de amor.
A pesar de las dificultades, fui retomando la relación con mis suegros y los visitaba a menudo. En una ocasión el abuelo me dijo que reconocía que ellos veían en Pablo a su hijo y que a veces hablaban de Pablo y sin darse cuenta le decían Oscar. Con el tiempo fui entendiendo a mis suegros, que actuaron motivados por el dolor y la desesperación por la pérdida de su hijo y la incertidumbre de no saber, en aquellos años, qué le había sucedido.
Ellos se aislaron en el sentido de no conectarse con otras familias que habían sufrido la desaparición de sus hijes. No pudieron emprender su búsqueda y reclamo de justicia en forma colectiva.
Pablo tiene hoy cuarenta y seis años. Realizó estudios universitarios en computación y trabaja como programador. También, como amante de la música, lleva adelante con unos amigos un estudio de grabación. Vive con su compañera Paola, y sus tres hijas: Guadalupe, Catalina y Elena.
Hablar de nuestra historia, de su papá desaparecido y de cómo lo vamos procesando son temas siempre presentes. No es tarea fácil pero el empeño persiste.
Vale el intento para seguir sanando.
Y en eso estamos…
El río nos acompaña.
Etiquetas: ACTIVIDAD COMUNITARIA, DERECHOS HUMANOS