Navegando el Paraná

Retazos

Marta Ronga

Rosario, Santa Fe, Argentina

Primavera en pandemia. Quién hubiera dicho que lo aprendido en la cárcel iba a venir a servir ahora, ya cumplidos los setenta. La pandemia de coronavirus. Lejanía de los seres queridos, extrañar sobre todo a los hijos y a los nietos. 

Como entonces, cuando fui madre primeriza y en esa penuria que era la Unidad N° 5 el bebé con sus frágiles nueve meses enfermó de tuberculosis y hubo que aislarlo. Y yo quedé desolada e impotente en esas cuatro paredes.

Quién me iba a decir que el exilio que sobrevino después me enseñaría a incorporar lo diferente aunque siguiera siendo ajeno. 

El niño había nacido en la cárcel, el padre andaba escondido y yo extrañamente liberada en plena dictadura, después de tres años que fueron un siglo. No nos quedó otra que irnos del país, cada uno por su lado, con nuestros riesgos y miedos a cuestas, como pudimos.

Un día sonó el timbre en Barcelona, él estaba del otro lado de la puerta. La angustia de la ausencia para siempre había terminado, finalmente había llegado. Época de reconocernos, de rearmar lo que quedaba y aceptar dejar pendiente esa revolución que defendimos con vehemencia. No fue fácil pero sí muy necesario en ese páramo donde el futuro había quedado. Yo hablaba de desaparecidos en campos de concentración y él no lo creía. Pero las listas iban sumando miles, eran la punta del iceberg de los estragos del terrorismo de Estado.

Sí, fue muy difícil, duro y feliz al mismo tiempo. En medio estaba nuestro pequeño, con sus ojos de miedo, de desarraigo y su reclamo de cariño y de alegría. Y de atención médica. Supimos que podíamos conseguirla en Bélgica. Así, a los manotazos, empezó ese otro camino: el de ser familia, proponernos otras metas posibles en el bienestar europeo, tan sorprendente como extemporáneo considerando las miserias de las que veníamos. Pronto aprendimos que allí seríamos por siempre extranjeros, los parias del borde. A pesar de algunos amigos belgas pegados como lapas a lo latinoamericano, a pesar de la solidaridad nacional e internacional, de los foros que se nos abrieron para denunciar, proclamar, reclamar. A pesar del afecto de ellos, tan educados, y de nosotros, los desconocidos recién llegados y tan desbocados.

Al poco tiempo supe que estaba embarazada y fue así que antes de aprender a hablar francés nació nuestro segundo hijo. Era la vida que no se detiene ni sabe de precariedades, una bienvenida esperanza al alcance de la mano, un dulce amparo entre tanta muerte.

En aquel torbellino gané dos becas y retomé mi carrera. Justo después del último examen, nació la tercera. A pesar de los sobresaltos del embarazo allí estaba nuestra entrañable y pujante niña, con su pequeñez de dos kilos en una cunita de prematuros y la leche que me sacaba pasando por una sonda nasogástrica. La alegría rebasaba la pena y la vida nuevamente se puso a brillar en nuestra vereda. Al mes estábamos en casa entre arrullos, atendiéndola con barbijo. Esos partos y crianzas venían acompañados de ajuares usados o regalados, de la bienvenida de los que estaban y las felicitaciones de la familia de sangre por carta. 

Estaba recién graduada, ya era arquitecta. El diploma era belga, los dos niños nacidos en exilio no, ellos fueron apátridas hasta bastante después del ’83.  

Los refugiados políticos fuimos despaciosamente formando casi una familia en la que nuestros críos hicieron amigos para siempre. Celebramos fiestas patrias, cumpleaños, navidades blancas, leíamos la misma edición internacional del diario en papel de seda y contábamos pedazos de nuestras existencias con cautela.

A algunas compañeras que llegaban con la opción las había conocido en Devoto donde después de un traslado feroz pasé el último año detenida. Íbamos a esperarlas al aeropuerto después de gestionar sus visas y a abrazarlas alborotados y conmovidos, un poco de cariño era el equipaje que teníamos para sumarle a la magra valija. Un bastión donde hablar castellano, respirar costumbres conocidas, un pedacito de suelo para empezar de nuevo. Muchas llegaban con los hijos y las menos, en pareja.

Esa pertenencia nos apretujó en el Comité Argentino de Solidaridad. Era plural, mancomunado en principios, laborioso para juntar fondos, recibir a los que venían de Argentina y a las denuncias incesantes de entonces, en pleno genocidio. Nos fortalecimos con los variados matices políticos y experiencias de distintas regiones del país. Las prácticas carcelarias ayudaron a compartir, a la solidaridad, al ingenio y sumados a otros latinoamericanos reunimos acciones y acrecieron nuestras pequeñas posibilidades que, así, se hicieron grandes.

Tan grandes que todavía perduran. Pasados más de treinta años volvimos a encontrarnos en la escritura de un libro Historias de exilio. Nos llevó ocho años de hacer memoria, de hacer palabras la historia de los que sobrevivimos, de los chicos ahora jóvenes y de los belgas que terminaron siendo incondicionales amigos. Esta historia debía ser contada. Es la historia de la unidad que construye políticas, del afecto que pervive al tiempo. Hecha de corazón a corazón -desde lejos, algunos en Bruselas, otros en varias provincias argentinas- entre los que se quedaron y los que volvimos. Lo publicamos en 2018 y recorrió cada rincón donde fuimos invitados y cálidamente recibidos. Con nuestro libro colectivo documentamos la violación a los Derechos Humanos (DDHH) que es el exilio. 

La primera presentación la hicimos en el Museo de la Memoria de Rosario. Es el que logramos poner en marcha de tanto empujar entre muchos cuando en 1998 se aprobó la ordenanza municipal. Conseguimos que la intendencia le diera presupuesto, espacio físico, personal rentado y su sede definitiva en donde había funcionado el Segundo Cuerpo del Ejército. Desde hace años se llena de alumnos de escuelas que piden turno para tener su espacio, de chicos de barrios, de intelectuales de rango y de tantas muestras temáticas e inolvidables actividades de las que pude participar como parte de su comisión directiva. Allí están nuestros desaparecidos, nuestros muertos, nuestras madres, los hijos, los organismos de DDHH y cada ciudadano que quiera ir a contar su retazo de historia. Allí construimos memoria. 

En su sala, en 2003, presentamos Seda Cruda, el libro que escribí a borbotones -después del regreso, de la amnesia, después de la ayuda terapéutica- y que trajo como catarata la experiencia de cárcel. Es un libro vibrante de experiencias con compañeras queridas que fueron compinches de transgresiones, reclamos, resistencias y sostenidos sueños de justicia.

Algunas volvimos a encontrarnos en los juicios como querellantes o testigos, en las rondas en la plaza y tantas marchas, enarbolando banderas que, sin ser las mismas, se parecen. Encuentros en los que también están nuestros hijes y sus compañeres que con esa fuerza que a veces me trae nostalgias defienden lo pendiente, que es mucho, y lo nuevo, que es tanto.

La cárcel con sus claroscuros se coló también en mi trabajo de arquitecta. Mi lápiz corría intrépido dibujando ventanas al norte, esbozando patios con macetas, cocinas donde entrara la mesa para las charlas pausadas, la luz, el sol a raudales, la ventilación cruzada, la perspectiva donde perder la mirada. También definió la libertad de los entrepisos que permitieran otro punto de vista, asomando a las barandas.

De aquel aislamiento de diecinueve horas diarias en las celdas de Devoto, donde escuché los hermosos relatos de otras geografías, surgían manantiales de ideas, espacios vigorosos tomando revancha de la vida cotidiana mutilada. Las risas de los niños y sus desparramos de juguetes -que imaginamos mientras pasaban los años- invadían mis diseños en una mezcla mágica de creación y realidad, las más grandiosas fortalezas de la domesticidad. Tengo el privilegio de verlas construidas por decenas y habitadas, varias pagadas con el dinero con el que intentaron compensar años de reclusión, hijos apropiados, desapariciones para siempre y tantos otros horrores y estragos finalmente reconocidos por el Estado. 

Ahora estoy jubilada.

¿La cárcel es pasado? Cada ladrillo puesto unido a otro para levantar los muros de protección y amparo tienen su eco, su perfume, ese dejo al mirar el bullicio de la vida, los horizontes donde cae el sol, la inmensidad del paisaje. En ese espacio -entonces prohibido- me pierdo y en ese perderme vuelve el retumbar de las voces, los gritos, los cerrojos y también de nuestras luchas que fueron y serán indomables. Por justas. Por necesarias. 

Veo correr a los cuatro nietos que tenemos, veo a mi compañero de siempre, después de tanto, esperándome cuando salgo, como aquella vez que duró varios años, veo lo que sobrevivir nos permite y me siento afortunada. Ahora nuestros hijes construyen amorosas parejas y hacen su camino con el afecto que mutuamente nos damos, acorazados en los vínculos que este ir y venir fortalece pretendiendo morigerar los daños. Ellos dejan sus huellas. 

Al rememorarlo a veces se me cae alguna lágrima. Emoción tras emoción, con los 30.000 desaparecidos presentes, con tantos todavía buscando identidad, con los juicios por la Verdad y la Justicia en marcha, la vida nos da el privilegio del amor.

Ahora, desde hace meses, la pandemia nos aísla para vivir. 

Sin embargo acá estamos anudando historias que vuelan al mismo libro, pedacitos del todo que fuimos, el compañerismo que suma, la alegría de saberse en marcha. Granitos de arena que hacen bella la playa, murmullos de agua agitada o serena y el viento que lleva y que trae el perfume, los sueños, las esperanzas.

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