Ana María Garraza
San Luis, Argentina
En esta etapa tan nuestra, de mujeres, de feminismos, de ampliación de derechos, la memoria inevitablemente nos interpela con innumerables recuerdos. Y emergen episodios que han quedado guardados, pugnando por irrumpir. La libertad nos abrazó el 2 de diciembre de 1983 y Buenos Aires nos albergó durante una semana, que fue vertiginosa y expectante. La familia se reencontraba y compartimos con compañeras y compañeros actividades, marchas, reuniones, discusiones y descubrimientos.
Mi madre, ex presa también, había sostenido en prisión con su entereza a mi padre, a mi hermana Lina y a mí. Con mi hermanita Marisa nunca faltaron a las visitas y siempre escribían extensas cartas que nos relataban la vida en libertad y juntas, fueron ejemplos de solidaridad.
En una de esas noches se organizó una cena en un restaurante que se ubicaba en el subsuelo de un hotel céntrico, imposible recordar su nombre hoy. Asistió la mayoría de quienes recuperáramos la libertad desde Rawson y desde Ezeiza. Era como una bienvenida, una conmemoración de la vida recuperada a pesar de los dolores propios y colectivos. Para la ocasión visitamos dos o tres negocios para comprarnos ropa. Para mi papá, un pantalón, zapatos y una remera. Para Lina, un vestido rojo cruzado con botones plateados y para mí, un vestido azul con lunares blancos. Y, por supuesto, sandalias para ambas.
No recuerdo qué comimos. Sí puedo evocar conversaciones sobre la realidad, a una semana de la asunción del gobierno constitucional. Posiciones diversas al respecto y bromas entre quienes asistíamos, ese humor negro que nos caracteriza hasta hoy sobre situaciones trágicas y que hemos sido capaces de transformar en momentos que fortalecieron la sobrevida. Jamás olvidaré la presencia de don Vicente Solano Lima, el vicepresidente del tío Cámpora y de Augusto Conte Mac Donell, que con sus apasionadas palabras nos emocionaron hasta las lágrimas.
En la mitad de la cena un compañero se acercó con mucha seriedad y me pidió conversar en un rincón apartado. Tengo grabadas sus palabras: “Compañera, antes que nada quiero decirte que el vestido te queda muy bien, pero debes considerar que hay compañeros presentes que pasaron muchos años presos. Lo miré hacia arriba, era alto, retrocedí un paso y debo haber fruncido el ceño porque le cambió su cara de ‘autoridad moral’”. Respondí: “Entonces, compañero, dígale a ellos que no me miren”. Giré y volví a mi lugar, pensando en mis siete años, un mes y trece días de prisión. Después de todo, ¿no estábamos en igualdad de condiciones?
El vestido azul me acompañó por años. Luego de mi primer parto lo transformé en un conjunto de blusa y pantalón corto. Y con el paso del tiempo seguramente habrá integrado algún paquete de ropa en buen estado, pero que al cuerpo no le quedaba, para que otras la disfruten.
No sé el nombre del compañero, nunca lo supe. Ojalá haya sido capaz de deconstruirse, de asumir que la igualdad se conquista practicándola y ejerciéndola.
El azul continúa siendo mi color preferido.
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