Andes, Pampa y Patagonia

Cuarenta kilos

Julieta Locascio

San Miguel de Tucumán, Tucumán, Argentina

Mi primer contacto con la libertad fue en la madrugada del domingo 19 de marzo de 1978, cuando me abrieron las puertas del penal de Villa Devoto por calle Bermúdez.

Mis compañeras, a las que sentí que abandonaba, se esmeraron en vestirme con la ropa que estaba en mejores condiciones: un par de mocasines, una camisa a cuadros y un viejo vaquero.

Mi mono eran solo dos bombachas, una camisa, un pulóver, una campera, un pantalón del penal, un cepillo de dientes y un puñado de cartas y dibujos. Llevaba dentro de mí mucha información, no solo de lo que ocurría en el penal sino también los relatos de las compañeras que iban llegando.

Con un bolsito en la mano comencé a transitar un barrio a oscuras: no había nadie en las calles, nadie me esperaba, nadie sabía de mí y estaba sin dinero y sin documentos. Tan solo tenía un papelito escondido entre mis ropas con el teléfono de un tío, hermano de mi madre, que vivía en Buenos Aires y no veía desde los doce años.

Yo sabía que iba a volver a ver un cielo completo y estrellado, yo sabía que haría lo imposible por vivir, que recuperaría mi libertad, que abrazaría a mis amores y que volvería a ver y escalar mis cerros. Pero esa noche todo era muy oscuro: junto a mí marchaba a paso de hombre un auto con cuatro sujetos que me observaban. No tenía idea de donde estaba, no conocía Buenos Aires y recuerdo cuánto caminé.

En el recorrido encontré a una pareja y me acerqué a preguntarles dónde había un teléfono público. Me indicaron que era mejor salir a la avenida. Sentí una soledad infinita, ansiaba encontrar a mi familia que solo habían podido verme una vez en los dos últimos años. Las luces, los ruidos, los espacios amplios eran como una amenaza. No sé con qué coraje llegué hasta una esquina donde vi luces en una pizzería.

Me animé y entré decidida, con mis cuarenta kilos a cuesta y un aspecto que llamaba la atención. Adentro había grupos de jóvenes y familias cenando. Me acerqué al mostrador, donde del otro lado había un hombre que supuse era el dueño. Apenas le dije: “¿Señor?”, él me miró, estiró su brazo, apretó mi mano y me dijo: “Hija, aquí estás a salvo”. De pronto me bañé en lágrimas y un sollozo me ahogaba. Ese fue el primer gesto cálido del mundo de afuera del que no esperaba mucho. Me desmoroné. Creo que desde que entré supo de dónde venía.

Me preguntó qué necesitaba. Le entregué el papelito y me dijo que él llamaría. Me hizo sentar en una mesa solita, que junto a ella había otra, donde estaban cuatro abuelos que disfrutaban la velada. Se me acercó un mozo santiagueño -al que nunca olvidaré- y con un gesto afectuoso me tomó del hombro y me ofreció algo de comer o un café. Le dije que no y me respondió que me quedara tranquila, que era un lugar seguro donde se reunían los familiares que visitaban a sus hijas.

Mi asombro fue inmenso, no esperaba esa solidaridad. Me quedé ahí en mi mesa, junto a la ventana y el vidrio me devolvía la imagen de todo el bar. Yo solo miraba a través de ella y no podía parar de llorar.

Al cabo de un rato uno de los abuelos de la mesa contigua me dijo: “M’hija, para nosotros será un honor tenerla en nuestra mesa”. No quise pero insistieron y entonces accedí. Uno de ellos era tucumano y vivía a dos cuadras de nuestra casa. Después de tanto horror vivido era extraño recibir un trato humano, afectuoso y solidario.

Un par de horas más tarde, cerca de las cuatro y media de la mañana, hizo su entrada con los brazos abiertos ese tío tan querido, Pichón, del que guardaba hermosos recuerdos de la infancia: menudito, bajo y con una amplia sonrisa me apretaba entre sus brazos con ternura. En ese instante toda la gente que se encontraba en el lugar se paró y estalló un gran aplauso.

Salimos de allí y en mi corazón no cabía tanta gratitud. Tomamos un taxi y atravesamos la ciudad para llegar hasta el edificio donde vivía. Me dijo que entrara y que llamara a la puerta.

Cuando se abrió mis padres, mi tía Milla, esposa de Pichón, y mi prima Adriana me daban la bienvenida. A mis padres los habían mandado durante varias noches a Coordinación Federal, porque, según les dijeron, desde ahí yo iba a ser liberada. Pero esa noche hubo un cambio.

Luego vinieron los abrazos, las lágrimas, la charla, las miradas, no faltaron las preguntas y algo de comer. Más tarde, la ducha tan esperada y perfumada. Pero no podía apartar de mi pensamiento a mis compañeras de celda: la Pegui, la Grego y la Bruji. Me encerré en el baño, me descosí en llanto pensando en todas ellas y, por primera vez, lloré por mí, por Julieta, por todo lo que había sufrido.

No pasó una hora cuando sonó el teléfono. “Es para vos”, me dijeron. Era mi compañero Gustavo que acababa de ser liberado desde la Unidad Nº 9 de La Plata. Quedamos en reunirnos ambas familias al día siguiente. Llegamos al encuentro en el hotel Esmeralda y mi cuerpo entero temblaba: tres años sin vernos. Emociones, otros miedos e incertidumbres pasaban por mi cabeza. Nos sentamos a charlar con nuestros padres, hubo una gran discusión, el punto era: “Chicos ustedes vuelven a Tucumán, cada uno a su casa, a trabajar y estudiar, a reinsertarse en la familia y en la sociedad”. Era casi una orden. Gustavo se puso firme y muy enojado, planteó: “No vuelvo a Tucumán porque nos van a matar, debo irme fuera del país y nada cambiará esta decisión”.

Aceptamos regresar y llegamos un 24 de marzo a Tucumán. Esa noche no dormí, me la pasé de guardia con miedo a que vengan a buscarme nuevamente. En la casa de mis padres solo quedaba una hermana, Mónica. No me sentí con derecho a pedir nada pero ella entendió que necesitaba cambiarme lo que traía puesto. Entonces se ocupó de prepararme la ropa más linda que tenía, con toda su ternura.

Terminaron aceptando la decisión de nuestra salida del país y nos pusieron una condición: casarnos. Accedimos y luego los papás de Gustavo nos llevaron hasta el límite con Bolivia, con destino a Santa Cruz de las Sierra.

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